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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Restituir el respeto

El grueso calibre de los ataques cruzados en el Parlamento esta semana vapulea las instituciones democráticas

La portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra, durante el pleno del jueves, 15 de diciembre.
La portavoz del PP en el Congreso, Cuca Gamarra, durante el pleno del jueves, 15 de diciembre.Álvaro García
El País

La demolición de la institucionalidad democrática que ha vivido el Parlamento esta semana favorece la desestabilización sistémica que ha buscado la derecha política y mediática desde que el Gobierno de coalición empezó su andadura en 2018. La argumentación racional e informada contra la acción del Gobierno, sea cual sea la dureza de la crítica, ha dejado paso desde hace cuatro años a la descalificación, el insulto y la negación misma de la legitimidad de la coalición de PSOE y Unidas Podemos que preside Pedro Sánchez y respalda una holgada mayoría parlamentaria estable, con votaciones que superan en casi todas las leyes importantes los 180 diputados.

España es hoy una democracia liberal que afronta los mismos problemas y desafíos del mundo occidental. Todas las encuestas demoscópicas serias dibujan un país preocupado por la economía, la marcha de la guerra de Ucrania, la complejidad de la digitalización de nuestras vidas o el deterioro de la sanidad pública. Pero se ha colado entre las primeras preocupaciones de la ciudadanía específicamente la política. El jueves, el Parlamento vivió la escenografía apocalíptica que culmina los intentos de quebrar a una de las instituciones del Estado —el mismo Gobierno de la nación— con ataques a su legitimidad de origen. Los han formulado los líderes más destacados de la derecha clásica, los liberales y la ultraderecha ultramontana. La llegada de Vox al Parlamento contribuyó activamente a la degradación parlamentaria, pero es peor el contagio en el uso de la mentira, el insulto y la astracanada verbal que ha llegado al resto de la derecha en una espiral frenética que empezó sin ayuda alguna de Vox.

La munición gruesa pasó a ser rutinaria por méritos propios de Pablo Casado cuando vertió contra el presidente del Gobierno una ristra de insultos que rebasaba en extremismo al mismísimo Abascal. Según la crónica publicada el 4 de enero de 2020 por este periódico, el entonces presidente del PP tachó a Pedro Sánchez de sociópata, mentiroso, presidente fake, falto de dignidad, fatuo, arrogante y patético. En febrero de 2019, Casado le había acusado ya de “presidente ilegítimo”, además de “mentiroso compulsivo”, culpable de “alta traición”, “incompetente”, “okupa” o “el mayor felón de la historia democrática de España”. Las disparatadas asociaciones de este Gobierno con dictaduras y regímenes totalitarios se han vuelto intercambiables por parte de Ciudadanos, Vox y el PP entre el aplauso o el silencio de sus afines dentro y fuera de la política. Según Isabel Díaz Ayuso, España va “camino de una dictadura” sometida “por un tirano que pone en peligro el Estado de derecho”. La moderación institucional que Feijóo dice encarnar quedó pronto malparada ya como presidente del PP, en marzo de 2022, cuando acusó a Sánchez de actuar como un “déspota” al frente de un Gobierno “autista”, además de identificarlo como el “presidente más autoritario” de la historia de la democracia, mientras Inés Arrimadas replicaba el insulto a Sánchez al calificarlo hace unos días de “aprendiz de dictador” en prácticas de “autogolpe de Estado”.

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La incontestable desproporción de estas acusaciones somete a la vida pública a un desprestigio desesperanzador con tintes nihilistas. Cuando la política es el problema en lugar de la solución, se incuba el huevo de la serpiente que dinamita desde dentro el sistema democrático. La crítica jamás desestabiliza la democracia porque se nutre esencialmente de ella. Pero la beligerancia guerracivilista que atruena en algunos medios, en las redes sociales y en el Congreso agudiza intencionadamente el deterioro del resto de las instituciones.

Y así llegamos al jueves pasado, cuando toda la izquierda, también el PSOE, se sumó al grueso calibre verbal —que hasta ahora había practicado Podemos— ante el riesgo de que el Tribunal Constitucional suspendiera la votación del desbloqueo de la justicia. Las acusaciones de golpismo con distintas adjetivaciones cruzaron el hemiciclo en todas las direcciones. Naturalizar el golpismo como argumento del debate político refuerza la estrategia antisistema cuando la sociedad necesita saber que existen políticos que no abandonan la racionalidad y el respeto en los momentos críticos. Es la única superioridad moral digna de ese nombre. Y estamos sin duda en un momento crítico.

De Suecia a Italia, pasando por Hungría, las alarmas están sonando en todas las democracias ante los oídos sordos de los partidarios del “cuanto peor, mejor” para ganar las siguientes elecciones. Pero es un falso axioma: cuanto peor, peor, como demuestra la historia. Después solo está el abismo. La polarización de todas las instituciones, incluidas las que deben velar por la neutralidad institucional como garantes de la Constitución, arrastra al sistema entero. El recurso de amparo del PP al Tribunal Constitucional para que suspenda la votación en el Senado de las reformas legislativas aprobadas en el Congreso ha tensado hasta el límite los usos democráticos de 40 años, por más que el Gobierno hubiera debido elegir una tramitación más acorde con la relevancia de las reformas impulsadas. El inverosímil comunicado de los ocho vocales conservadores del CGPJ —ejecutores de las maniobras obstruccionistas del PP que nos han traído hasta aquí—, en respuesta a las críticas de Pedro Sánchez al atropello institucional de pretender impedir votar al Parlamento, es un escalón más en la descomposición de un órgano que no resiste ya ningún examen democrático.

El respeto a la Constitución es la clave de bóveda de la estabilidad del sistema, pero no basta con defenderla sin asumir a la vez las normas no escritas que ella misma encarna y que de ella emanan. La aceptación del voto de los ciudadanos, el respeto a los adversarios políticos y la contención verbal son los guardarraíles que están desapareciendo bajo la maleza. Proteger la democracia exige algo más que histriónica indignación; exige respeto y el cumplimiento exquisito de los procedimientos, de todos y por todos.

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