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TRIBUNA
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¿Estoicos y modernos?

Huérfanos de creencias fuertes, sin apenas instituciones que ofrezcan seguridad ante la incertidumbre sistémica del poscapitalismo, los contemporáneos vuelven sus ojos a una Antigüedad también individualista y descreída

Estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio en Roma.
Estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio en Roma.mj (Getty)
Helena Béjar

El estoicismo está de moda. Se encuentra en las estantes de las librerías, junto a la autoayuda. En su mayoría son textos de divulgación que tratan de aggiornar a los clásicos: a Marco Aurelio, sobre todo, muy breve; menos a Epicteto, durísimo, y a Séneca, muy extenso y exigente intelectualmente. El estoicismo duró seis siglos (hasta el II d. C.) y su potente influencia pasa por Montaigne y Rousseau, entre otros, hasta llegar a hoy. Vuelve porque es una filosofía práctica, un conjunto de reglas para el cambio interno. Un método de tranquilización para lograr la serenidad. Sirve de inspiración para la autoayuda actual porque ambos tratan del “cuidado de sí”, de un proyecto de gobierno del yo a fin de contener el sufrimiento.

El estoicismo es una filosofía rigorista basada en un intelectualismo extremo; la razón debe guiar conducta y acción. Clave es el control de las pasiones y deseos. El cuidado de sí se alcanza con un riguroso autocontrol emocional. Nada que ver con el predominio del hombre hipermoderno que ensalza el sentimiento y la espontaneidad. Es un individualismo heroico centrado en fortalecer el carácter que ni permite el lamento, incluso ante el dolor, la enfermedad y la muerte, ni el miedo, que debilita. Nosotros vivimos un individualismo débil, inmersos ahora en la cultura de la queja donde todos se consideran víctimas: del acoso escolar, laboral, sexual, de discriminación y demás abusos. Hay, empero, una conexión entre, por una parte, la educación estoica de la mente y el control del discurso interior y, por otra, la psicología cognitivista y la autoayuda inspirada por ella. Estas tratan de mudar el estilo de pensamiento, acabar con lo “negativo” (rumiación, “terribilización”, etcétera) que genera ansiedad y estrés, males ubicuos en la modernidad tardía. Pero el estoicismo es mucho más extremo. Para alcanzar la serenidad hay que sacrificar la esperanza, fuente de decepción, acostumbrarse a la soledad y anticipar lo peor, el dolor y la propia muerte, siempre presente en el juicio. Todo lo que oculta la sociedad civilizada actual, consumidora del soma orwelliano.

El estoicismo impele a centrarse en el presente porque el futuro, concepto ajeno a la Antigüedad, se ignora y el pasado puede ser fuente de pesadumbre. También desecha la esperanza, fuente de potencial decepción. Predica el desapego de los bienes sociales —riqueza y fama—, de la amistad. La insistencia del estoicismo en el presente no tiene, pues, nada que ver con su valoración actual en el género de la autoayuda, que mezcla influencias budistas con la New Age, y vincula el valor del presente con el de la “experiencia”.

La concepción de la felicidad de la filosofía helenística, y del estoicismo en particular, es opuesta a la de la modernidad tardía. La de la Antigüedad forma parte de un ideal normativo; por ello, la felicidad se emparenta con la virtud y esta, con la razón. Su objetivo es lograr la quietud, la ausencia de turbación a través de la eliminación de las pasiones y el control emocional continuo. Es una felicidad negativa, como falta de desasosiego, de intranquilidad. Por el contrario, el ideal de la felicidad contemporáneo no es ético, sino psicológico. Y ello porque la psicología es la ética de la modernidad tardía. Y el de nuestra felicidad es, al menos desde hace dos décadas, positivo. Es un ideal que no pide renuncias y cuya posesión se valora culturalmente. La felicidad “positiva” posee una afinidad electiva con el triunfo, con la “inteligencia emocional”, con las “habilidades” —lo que quiera que esto sea—, con la capacidad de sentir “el poder de la mente” y demás creencias populares propias del pensamiento mágico.

La modernidad hunde sus raíces en dos anclas, el sentimiento y la razón. El estoicismo sólo en esta. Un requisito para la tranquilidad y el cuidado de sí es el abrazo de la autarquía estoica. La serenidad se alcanza a costa de la soledad, o al menos de su abrazo si ello es preciso. La cultura moderna valora la autosuficiencia —una de las claves del éxito de la autoayuda en una sociedad de solitarios— como ancla de seguridad y porque impera la desconfianza interpersonal. La valoración de la autosuficiencia, clave en la “era del vacío”. Pero, a pesar del valor cultural de aquella, porque así lo ordenan los manuales de consejos psicológicos, hombres y mujeres hipermodernos son seres dependientes —de los otros, reales o virtuales, de los artefactos tecnológicos—. Porque la dependencia es la materia de la sociedad. También de la contemporánea, aunque el valor de la independencia —en el sentido estadounidense— quiera olvidarlo.

Huérfanos de creencias fuertes, sin apenas instituciones que ofrezcan seguridad ante la incertidumbre sistémica del poscapitalismo, los contemporáneos vuelven sus ojos a una Antigüedad también individualista y descreída. Al estoicismo pasado por un anacronismo interesado, el de la industria de la felicidad. A una filosofía práctica y asequible para el lector, pero estremecedora en su rigor racional y en su pesimismo. El hombre busca fuentes de sentido. En las religiones, en las ideologías, también en la filosofía.


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