‘Winter is coming’
Una primera lectura europea del resultado en EE UU puede dar la impresión de que la victoria trumpista dará alas a la ultraderecha. Pero también puede ser la más eficaz vacuna frente a ella
Señoras y caballeros, bienvenidos a la nueva era. El país más poderoso del mundo acaba de votar al personaje más caprichoso, falso, imprevisible y amoral que jamás haya aparecido en el escenario político de un país de democracia avanzada. Con él gana la masculinidad más rancia y casposa, el desprecio hacia las minorías, el supremacismo blanco, la apología del dinero y el vituperio de la solidaridad y la igualdad. Ganan los Elon Musk y los Hulk Hogan, los matones, (y fuera de Estados Unidos también los Putin y Orbán de este mundo); pierde el resto, aunque no lo sepan e incluso lo hayan votado. Porque, sobre todo, pierde la democracia. El peor mensaje que emite esta elección, que giraba en torno a ella, es que esta forma de gobierno no está entre las prioridades del pueblo que se considera a sí mismo como su cuna, el supuesto land of the free, la tierra de la libertad. El hecho de que los republicanos hayan barrido en el Senado y puedan ganar también la Cámara de Representantes —su más alto tribunal ya lo tenían— hará que nuestro curioso personaje pueda gobernar sin apenas oposición. Una democracia, la más poderosa, va a ser erosionada desde dentro. Y de la forma más eficaz posible, contando con el beneplácito de quien se supone que es el soberano. Hemos caído de golpe varios escalones en nuestro proceso civilizatorio.
Ahora, después del desahogo y el aviso a navegantes, empieza el momento en el que toca desmenuzar los resultados y buscar las causas del desastre demócrata. Como es lógico, todos los dedos ya empiezan a señalar a Biden y su empecinamiento en mantenerse como candidato casi hasta el final. Pero tengo para mí que hay algo más profundo e imperceptible, un malestar general difuso de difícil interpretación porque seguramente es la sumatoria de una multiplicidad de factores. Y habrá que articularlos a partir de algunos datos que ya conocíamos sobre cuáles son los sectores sociales que votan a cada candidato, pero sobre todo a partir del actual reverdecimiento del nacionalismo más rancio —”U.S.A., U.S.A.”, entonaba el público presente en el temprano y torpe discurso de Trump— y del desprestigio de las élites, de todas ellas. Creo que es ahí donde deberíamos poner el foco. No nos faltará tarea a los científicos sociales en los próximos años.
Aunque ahora nos abrume la depresión, todavía no hemos perdido la esperanza. Y esta se llama Europa. Una primera lectura del resultado al otro lado del Atlántico puede dar la impresión de que la victoria trumpista dará alas a la ultraderecha europea. Pero también puede ser la más eficaz vacuna frente a ella, servir de acicate y revulsivo para acceder al fin a nuestra mayoría de edad, afirmarnos como unidad por encima de nuestras diferencias.
“Hemos hecho historia” fue la primera frase del discurso victorioso de Trump, en nuestras manos está el dejarnos arrastrarnos por ella o, por el contrario, ascender hasta convertirnos en su sujeto activo. No queda otra. A menos que nos empecinemos en seguir cayendo en los tics de la política pequeña y el repliegue nacionalista. Es obvio que nos faltan líderes capaces para este empeño y nuestras sociedades no están menos divididas que la estadounidense, pero tanto la gravísima situación geopolítica como la nueva orfandad producida por el resultado electoral estadounidense no nos dejan otra opción. Si hay algo que este ha dejado claro es que para conseguirlo es necesario salir del actual desprestigio de la política, el bálsamo de Fierabrás de los demagogos, y urge reivindicarla en su mejor versión. Hemos perdido fuera, pero ahora nos toca jugar en nuestro campo.
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