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columna
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Hombres, ¡empezad a hablar!

Por desgracia, la cultura machista mata la palabra y los hombres son también sus víctimas

Ciryl Gane celebra una victoria en un combate celebrado en país durante el Ultimate Fighting Championship.
Ciryl Gane celebra una victoria en un combate celebrado en país durante el Ultimate Fighting Championship.JULIEN DE ROSA (AFP)
Nuria Labari

“Me levante a las cuatro de la mañana con un mensaje de un amigo que se había suicidado en su casa. Fue cinco horas antes del pesaje. Ricky, esto va por ti”. Así comenzó el discurso del peleador de la UFC Paddy Pimblett tras derrotar a Jordan Levitt hará cosa de un mes. Después siguió. “Hay un estigma en este mundo de que los hombres no pueden hablar”. Y al decir “este mundo” Pimblett se refería al de la liga de la UFC (Ultimate Fighting Championship), que concentra a los mejores peleadores y produce eventos de lucha internacionales. Sin embargo, “este mundo” de tíos duros con dificultades de comunicación e incapacidad para transformar la angustia en palabras no se circunscribe a la lona de un ring o a la exigencia de un deporte extremo. El mundo del que habla es el más cotidiano, ese donde vivimos rodeados de varones con problemas de comunicación.

“Escucha, si eres un hombre y sientes que tienes un gran peso sobre tus hombros, y piensas que la única forma de resolverlo es suicidándote, por favor, habla con alguien. ¡Habla con quien sea!” suplicó Pimblett a su audiencia. Y al decirlo así, todavía sudado y con los guantes puestos, atravesado por la adrenalina de victoria, sus palabras ganaron una legitimidad imposible de conseguir desde otro cuerpo. Porque después de haber sometido a su oponente a través de la violencia más espectacular, después de demostrar ser el tío más duro y más fuerte de todos, lo único que este campeón necesitaba decir es que la verdadera fortaleza del hombre, la que necesita para sobrevivir, no es otra que la conquista de su fragilidad. Y además, por pura intuición y puede que también por desesperación, aseguraba que la palabra es la única herramienta capaz de arrastrar hacia afuera dicha fragilidad.

“¡La gente te escuchará! ¡Yo te escucharé! Y puedes llorar en mi hombro”, instó a su millonario y mayoritariamente masculino público (solo en YouTube el vídeo acumula más de dos millones de reproducciones). “Iré a su funeral la próxima semana. Así que por favor, eliminemos este estigma y que los hombres comiencen a hablar”, concluyó Pimblett. Yo había visto la pelea mientras cenaba con mi padre, espectador habitual de boxeo y ahora también de la UFT. De otro modo jamás hubiera asistido a un espectáculo difícil de catalogar. Así como el boxeo tiene una forma de belleza que alcanzo a descifrar en la medida en que comprendo sus reglas y su interioridad, lo de esta liga me pareció simplemente el show de la brutalidad. Puedes dar patadas, puñetazos, codazos… Y sin embargo allí estábamos, mi padre y yo tras la pelea, enfrentados a los desesperados ojos azules del vencedor. “Qué razón tiene”, dijo él. Entonces lo miré y vi a un hombre de más de setenta años que ha vivido todas las etapas de su vida con serias dificultades para algo tan aparentemente sencillo como “hablar de sus cosas”.

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¿Por qué le cuesta tanto hablar a mi padre? ¿Por qué les cuesta tanto a tantos hombres? En ocasiones, los hombres no consiguen hablar incluso cuando sienten su propia vida en peligro. Menos aún cuando lo que está en juego es la vida afectiva. Muchos no hablan aunque les cueste el amor, el divorcio, la amistad o la comprensión de un hijo. Evidentemente, en el complejo caso del suicidio es imposible establecer una causa unívoca: personas de todos los lugares del mundo, de cualquier edad, cultura, religión o género deciden, en ocasiones, quitarse la vida. Sin embargo, según la OMS, los hombres se suicidan más que las mujeres en todos los países del mundo menos en dos islas del Caribe (Antigua y Barbuda y Granada). Y según la intuición de Paddy Pimblett algunos casos se podrían prevenir si los hombres pudieran pedir ayuda, si tan solo fuera capaces de hablar. “Si eres hombre, puedes hablar”, grita a quien le quiera escuchar. Y creo que tiene razón cuando se dirige explícitamente a ellos: va siendo hora de que los hombres pidan auxilio. De que se expliquen, se cuenten, se interpelen y, en definitiva, renieguen de los roles de género que los asfixian. Y a veces también los matan.

No hace falta estar al límite para tomar la palabra. Estamos hartos de asistir a relatos (en las series, los libros, la familia, el amor o el trabajo) con protagonistas varones que son abandonados (o se abandonan) por su imposibilidad para hablar. Personajes que solo se sienten ser si hacen cosas y si esas cosas son legitimidadas socialmente. Al final, esa es la definición de varón en nuestra cultura: actuar y conseguir un reconocimiento social a cambio. No tienen palabras sobre los sentimientos porque carecen de observación de sobre sus sentimientos. Los tíos son a menudo pura exterioridad y lo que es peor, lejos de exigir un cambio respecto de este rol insufrible, parece como si la cultura machista en que vivimos instara a las mujeres (y a todas las personas adolescentes) a entender nuestra construcción personal en este mismo y unívoco sentido. (Nota mental: el hecho de que la igualdad tenga como objetivo que las mujeres seamos “iguales a los hombres” puede terminar siendo otro modo de perpetuar el machismo).

Así que aquí estamos. Aprendiendo a vivir con la exigencia de ser empíricos, prácticos transparentes y comunicables de forma inequívoca: sin matices y a poder ser por videoconferencia. En nuestra cultura, la intimidad de las personas adolescentes se construye a través de un estado de WhatsApp o una storie en Instagram. Hablamos poco y cada vez lo hacemos más con pantallas y menos con personas. Pero el habla, como el amor, necesita un cuerpo para existir. Por desgracia, la cultura machista mata la palabra y los hombres son también sus víctimas. Creo además que a muchos les gustaría hablar de “sus cosas”, pero se sienten inseguros porque sienten que sus palabras no vienen de ninguna parte, no han sido engendradas en la intimidad ni en la contemplación de las propias crisis. Entonces ¿qué se puede hacer? Yo digo que todos deberíamos hacer caso a Pimblett y hablar. Hablar de nuestras cosas con cualquiera. Hablar con la vecina, con el panadero, con la taxista, la médica o el autobusero. La gente nos escuchará y así nos construiremos. Necesitamos hablar para saber quienes somos y también para recordar que, en el peor momento, no estamos solos.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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