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Columna
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El hilo

Escribo desde el taller de grabado que compartimos con Roser Bru y en el que ahora 14 mujeres trabajan inspiradas por sus panes, sus granadas y sus sandías atravesadas por cuchillos. Escribo desde el lugar en el que, escuchándola, supe que yo misma empezaba a ser

El hilo 26,2×40,4 cm (1958).
El hilo 26,2×40,4 cm (1958).Roser Bru

El pasado día 4 tomé un vuelo, crucé un océano y una cordillera, y llegué de nuevo a Santiago de Chile. Los últimos días estuvo lloviendo y se limpió el aire, así que la nieve, que llega hasta bien debajo de las montañas, luce blanca y cegadora en los Andes. Me envuelvo en jerséis y bufandas de lana para soportar el invierno mientras mi madre me envía fotos desde un verano infernal. Veo lenguas de fuego que avanzan peligrosamente hacia ella.

Siete de mis alumnas hicieron el mismo recorrido que yo unos días más tarde y están aquí conmigo. A pesar de todos los años que nos separan, estamos compartiendo una experiencia que viví cuando tenía su edad, aunque no es exactamente la misma porque yo me tiré de cabeza hacia lo desconocido y este lugar lleva meses preparándose para recibirlas. Las puertas del Taller 99 se abrieron para mí como por arte de magia y nunca volvieron a cerrarse. También lo hicieron las de la casa en la que vivió los últimos 32 años de su vida la pintora y grabadora española Roser Bru, y hace unos días nos sentamos en su cama, tomamos café en su cocina, pasamos el dedo por los lomos de los libros de su biblioteca y admiramos su obra mientras entraba por las ventanas la luz del invierno. El taller de Roser tiene ventanales también en el techo, y mesas amplias, fotografías enganchadas a los muros, textos manuscritos y pinceles secos. Miguel Hernández nos mira serio desde la pared, Virginia Woolf esconde la nariz detrás de un bastidor, Irène Némirovsky y Santa Teresa de Jesús nos observan desde la estantería. Su cuerpo ya no está, pero Roser nos acompaña con su presencia.

Llevamos varios días cortando planchas de aluminio y granulando piedras, espolvoreando pez de castilla, ahumando barnices blandos mientras sostenemos varas con fuego. Nos hemos frustrado con las primeras estampas, pero volvemos al taller cada día temprano dispuestas a seguir buscando. En un momento en el que el culto a lo individual se impone, trabajamos desde lo colectivo y aprendemos las unas de las otras, aprendemos de las vivas y también de las muertas. “Uno solo no es nada, ha de pensar en los demás”, decía Roser Bru. Le doy las gracias por eso. También al Taller 99, a la empresa chilena que ha asumido los gastos que todo esto requiere y a la fundación catalana que ha apoyado esta iniciativa en la que estudiantes de las dos patrias de Roser se encuentran y permiten que crezcamos cogidas de la mano con las uñas negras de tinta.

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Una de nosotras decidió construir volúmenes para desconectar de un dibujo que no le agradaba y después de un buen rato apareció algo interesante. Se levantó a por agua y cuando volvió a la mesa quiso retocar una sombra, pero el material ya estaba seco y estropeó la imagen. Quiso destruirla de un manotazo y sin querer dibujó un cuchillo que partía en dos el trozo de pan que había dibujado, un cuchillo que era exactamente igual a los que pintaba Roser Bru. “¡Aquí faltan manotazos!”, gritaba Roser cuando veía que trabajábamos con demasiada delicadeza.

Delphine de Vigan, en Las gratitudes, habla de la muerte de una anciana a la que ella quería. El libro se publicó en España justo cuando Roser estaba a punto de irse, y lo leí con la angustia de sentir que también mi maestra se iba apagando, lo notaba en cada nota de voz que recibía. “¿Os habéis preguntado cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias?”, escribía de Vigan. A lo largo de todos estos años, ¿había sido capaz de transmitirle mi amor?, pensaba yo. ¿Llegó a saber que su figura me inspiró para modelar la mía, que mi vida es más rica gracias a ella?

Escribo desde el taller de grabado que compartimos y en el que ahora 14 mujeres trabajan inspiradas por sus panes, sus granadas y sus sandías atravesadas por cuchillos. Escribo desde el lugar en el que, escuchándola, supe que yo misma empezaba a ser.

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