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Tribuna
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Mujeres molestas en los libros de texto

Lo preciso en el reconocimiento de las aportaciones culturales femeninas no es cancelar, sino construir una nueva mirada no sesgada, modificar el patrón androcéntrico del saber y resarcir del olvido a las postergadas

Mujeres de la historia
Simone de Beauvoir (en el centro), en 1972 durante un polémico juicio por aborto en Francia.artault erwan (Getty)
Rosa María Rodríguez Magda

Después de muchas reivindicaciones, parece que la presencia de las mujeres va a ir apareciendo en los currículos escolares y universitarios. Y, aunque resulte sorprendente, tal hecho no deja de despertar suspicacias.

Hace mucho que, en la estela de la Escuela de los Annales, se publicó la Historia de las mujeres, editada por Georges Duby y Michelle Perrot, con la voluntad de incluirlas en cada una de las etapas de una disciplina que las había obviado. Dando un paso más, Bonnie S. Anderson y Judith P. Zinsser, en su Historia de las mujeres. Una historia propia, subvirtieron la periodización habitual para no solo incluir a las mujeres, sino adaptar dicha periodización a su situación a lo largo de los siglos. En la historia esto parece posible si dejamos de privilegiar la narración política y bélica y nos centramos en la descripción de las mentalidades, la familia, la sociedad… No resulta tan fácil en otras disciplinas, pues no se trata de añadir una addenda donde incluir mujeres excepcionales, sino de reflexionar cómo, si aplicamos la perspectiva de igualdad entre los sexos, cambia lo que es relevante estudiar. Por ejemplo, la biología que se enseña en la enseñanza media suele llegar hasta la reproducción, pero no se estudia la embriogénesis o el desarrollo psicoevolutivo del nuevo individuo. Dicho de esta manera, podría hasta aceptarse, pero si lo denominamos embarazo, parto, amamantamiento… no se consideraría digno de incluirse en el currículo, y en el fondo de esa exclusión está la sexista apreciación de ser un mero “asunto de mujeres”, no importa que estemos hablando de algo tan ubicuo y trascendental como la reproducción de la especie.

En las ciencias, en las artes, incluso en la tecnología, las mujeres no pueden estudiarse en clave de excepción, sino ligadas a los procesos de los que formaron parte, restituyéndoles su importancia. Tal es el caso, por citar uno, de Rosalind Franklin, descubridora de la estructura helicoidal del ADN, pero cuyo premio Nobel fue otorgado a Watson y Crick. Y así tantas otras. En literatura hemos asistido, últimamente con gran fuerza, a la reivindicación de las sinsombrero, lo que ha cambiado la estrecha lista masculina de la generación del 27.

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El Real Decreto 243/2022, de 5 de abril de 2022, por el que se establecen la ordenación y las enseñanzas mínimas del Bachillerato, ha incluido en la Historia de la Filosofía de segundo a una serie de filósofas. Cabe congratularse de esta muestra de sensibilidad integradora y de justicia intelectual. Se han incorporado Aspasia de Mileto, Hipatia de Alejandría, Hildegard von Bingen, Mary Wollstonecraft, Olympe de Gouges, Hannah Arendt, María Zambrano y Simone de Beauvoir. Además se ha tenido el acierto de no mostrar a las autoras cual singularidades, sino enmarcadas en corrientes, completadas con su presencia: la Ilustración, el análisis del totalitarismo, el raciovitalismo… y, por supuesto, el desarrollo del feminismo, corriente teórica fundamental para comprender el presente.

No ha desaparecido ninguno de los filósofos canónicos, pero, lejos de dar la bienvenida a las pensadoras, grandes olvidadas en la historia de la filosofía, la inclusión de las mujeres parece representar, para algunos, el fin del prestigio y rigor de la disciplina. Eso sólo ocurriría si, presos en la cultura de la cancelación, se pretendiera excluir a los filósofos que han ostentado una actitud sexista o claramente misógina (casi todos, pues su excelencia intelectual rara vez estuvo acompañada de ecuanimidad cuando de la mujer se trataba). Ahora bien, no cabe escandalizarse si se señala este androcentrismo —en modo alguno invalidante del resto de su pensamiento—. Analizar los condicionamientos históricos o sociales que les llevaron a considerar a las mujeres hombres imperfectos, incapaces de raciocinio o de virtud moral, es completar una mirada crítica a la historia de la filosofía, valorada en cuanto riguroso y crítico ejercicio de la razón.

No negaré la posibilidad en este tema de algún desatino, como el protagonizado por la Universidad de Edimburgo al quitar el nombre de Hume Tower a uno de sus edificios por ciertos comentarios racistas del filósofo en su ensayo De los caracteres nacionales (¡de 1753!). Ante estos extremos, y otras censuras de autores —habituales en los campus norteamericanos—, deberíamos acordar que ni en la raza ni en el sexo se pueden aplicar los criterios presentes a épocas pretéritas; tampoco la plantilla de la corrección política al pasado. Lo preciso en el reconocimiento de las aportaciones de las mujeres no es cancelar, sino construir una nueva mirada cultural no sesgada, modificar el patrón androcéntrico del saber, resarcir del olvido a las postergadas y contextualizar los obstáculos que impidieron mayores protagonismos.

Para frenar cualquier interpretación revanchista y canceladora, si la hubiere, tenemos ese uso crítico de la razón al que hacía mención más arriba, el mismo que nos debe llevar a restituir, con justicia, la presencia legítima de las mujeres en la historia.


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