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Columna
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Guerra con aceite de oliva

Mientras decapito boquerones y vacío sus blandas tripas, los señores más poderosos del mundo se reúnen para preparar la guerra

OTAN Madrid
Foto de familia de los jefes de Estado y jefes de Gobierno en la cumbre de la OTAN, en el Museo del Prado, el pasado 29 de junio, en Madrid (España).A. Ortega. Pool (Europa Press)
Najat El Hachmi

Mientras decapito boquerones y vacío sus blandas tripas, los señores más poderosos del mundo se reúnen para preparar la guerra. Me pregunto, al darme cuenta de la satisfacción que me provoca tener entre las manos los filetitos limpios y sin espinas, si no tendré yo algo que ver con todos esos hombres trajeados, si no será que compartimos la misma pulsión asesina. Pero no, yo me arreglo mi medio kilo de pescado para alimentar a mi familia y no creo en la violencia gratuita, en que matar por matar sea algo éticamente aceptable ni se me ha ocurrido nunca que las contiendas bélicas puedan ser la solución a ningún conflicto. No sé qué libros de historia habrán leído los señores de la OTAN pero hace ya tiempo que el diente por diente dejó de dar resultado y que sabemos que la guerra no es la paz, ni se construye fabricando destructores por muy orwellianos que se nos pongan.

Mientras me entretengo machacando, moliendo, picando y cortando en mi pacífica cocina escucho la noticia del redoble de presupuesto en armamento. Atraviesa mi pensamiento un mantra tantas veces repetido por mi madre y que ahora les transmito yo a mis hijos: antes de comprar más, gasta lo que ya tienes. ¿Para qué fabricar más armas, más cohetes, más instrumentos de destrucción si ya tenemos un arsenal cuyas dimensiones no alcanzamos ni a imaginar? Peor claro, el principio de economía doméstica que me enseño mi madre no se puede aplicar aquí: usar las armas que ya tenemos antes de comparar más es un macabro escenario que no se visibiliza nunca cuando se debaten estos asuntos. ¿Para qué sirve una bomba, un tanque, un fusil? Para perpetuar asesinatos legitimados por el orden mundial, para acabar con la vida de personas reales de carne y hueso. ¿Podemos nosotros, como ciudadanos, saber cómo se usan las armas que se fabrican con nuestros impuestos?

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Cuando mojo el pan en el denso aceite de mi familia veo que la sección femenina de la OTAN también se ha entretenido con catas del oro verde y me pregunto: ¿seré yo como ellas? Pero no, nada tenemos que ver las mujeres que gestamos y parimos y criamos y alimentamos y sostenemos la vida con las acompañantes de los señores de la guerra. Ellas son el brazo cultural, turístico y floreado que blanquea lo que ellos debaten: cómo, qué, cuándo destruir. Pero querer la paz y menos armas es de ilusos, nos dicen. No como querer la muerte, que es de muy listos.

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