La OTAN contra el terrorismo: misión incumplida
Desde que la Alianza se implicó contra el yihadismo global, hace dos décadas, sus misiones han sido descalabros como Afganistán, contraproducentes como en Libia o inútiles como en Irak
La OTAN existe desde hace más de siete décadas y el terrorismo internacional afecta a los ciudadanos de las democracias europeas y norteamericanas desde hace más de cinco. Pero no fue hasta 1999 cuando, en lo que se conoce como el concepto estratégico de la Alianza, aparecieron mencionados por primera vez y escuetamente los actos de terrorismo entre otros riesgos para la seguridad. Eso ocurrió después de los primeros incidentes de terrorismo yihadista, en Nueva York en 1993, y en París en 1995. Pero solo dos años antes de que, a partir de los atentados del 11-S, la OTAN comenzara a implicarse en la lucha contra ese nuevo terrorismo global, en la práctica el único que ha afrontado.
En la retórica oficial de la Alianza abunda el palabreo acerca de lo mucho que se hace para concienciar sobre la amenaza terrorista, desarrollar capacidades para afrontarla y mejorar la colaboración con socios o actores internacionales. En la realidad del impacto que sus operaciones y misiones han tenido a la hora de reducir los focos y las fuentes de amenaza, los resultados del antiterrorismo de la OTAN destacan por el descalabro, por lo contraproducente y por la futilidad.
El descalabro antiterrorista de la OTAN es el de Afganistán, donde estuvo al frente de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad) y de la misión Apoyo Decidido desde agosto de 2003 hasta septiembre de 2021. El objetivo era que Afganistán no volviese a convertirse en santuario de Al Qaeda y foco de terrorismo yihadista. Lejos de conseguirlo, con el retorno de los talibanes al poder y la red Haqqani como su facción más influyente, Al Qaeda central y sus ramas territoriales u organizaciones afines en el sur de Asia vuelven a desenvolverse con condescendencia en Afganistán. Es cuestión de tiempo que ello aumente significativamente la amenaza del terrorismo yihadista para las sociedades occidentales.
Lo contraproducente fue la campaña aérea y naval de la OTAN sobre Libia a lo largo de 2011. Esta campaña, denominada Protector Unificado, está en el origen de la dinámica que propició la extraordinaria difusión de la radicalización y el terrorismo hacia el Sahel y el África subsahariana en general. Una década después de aquella operación, el yihadismo global está más extendido que nunca en el conjunto de África occidental. Matanzas, desplazamientos de población y golpes de Estado provocados por el empuje de los yihadistas han socavado la seguridad de una región donde ya no se confía en la asistencia militar occidental y menos aún en partenariados con la Alianza.
Finalmente, la futilidad se observa en la misión que la OTAN lleva a cabo desde 2017 en Irak, entrenando a las fuerzas de seguridad de este país frente al Estado Islámico (ISIS). Cinco años después, esta organización yihadista ha mantenido suficiente capacidad operativa como para que la cadencia de sus atentados sea constante, ha reconstituido estructuras locales de insurgencia y cuenta con miles de militantes. Su potencial desestabilizador sigue invariable en un país convulso cuyo proceso político está viciado por la corrupción, el sectarismo y las milicias proiraníes. Todo ello afecta a amplios sectores de la minoría suní del país a los que apela el Estado Islámico. Pero también condiciona negativamente el resultado de los programas de asistencia desarrollados por la Alianza.
Es necesario repensar mucho las cosas acerca de las iniciativas políticas y militares de la OTAN ante una amenaza como la del terrorismo global, que ni va a desaparecer a corto o a medio plazo, ni probablemente va a dejar de sorprendernos mientras se mira hacia el Este.
Pese al nuevo concepto estratégico que guiará a la OTAN tras la cumbre de Madrid, aún está pendiente una franca reflexión colectiva sobre su contribución a lucha contra el terrorismo internacional tras el descalabro de las operaciones en Afganistán, la intervención contraproducente en Libia y la futilidad de la misión en Irak. La misión incumplida del antiterrorismo de la OTAN está teniendo consecuencias y tendrá muchas más.
A buen seguro que los esfuerzos de la Alianza han prevenido numerosos atentados en no pocos países y en aguas internacionales. Pero que el antiterrorismo de la OTAN tenga rendimientos positivos respecto a lo más importante, es decir, los focos y fuentes de la amenaza, requiere una clara delimitación de funciones respecto a otros organismos, una adecuada planificación táctica al tiempo que estratégica y una actualización tanto de estructuras como de recursos. En su implementación se precisan, además, mecanismos para evitar desajustes observados en dos décadas de experiencia, en especial disparidades y hasta contradicciones entre los propios aliados en sus actuaciones frente a los yihadistas.
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