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Desgracias

El prestigio audiovisual ha dejado de tener que ver con la calidad y el rigor y ha pasado a convertirse en la mera contabilidad de audiencias. Por ese camino, el periodismo se ha dejado desgarrado un jirón del traje de su credibilidad

Un hombre llora por las víctimas del tiroteo en un supermercado de Búfalo (Nueva York).
Un hombre llora por las víctimas del tiroteo en un supermercado de Búfalo (Nueva York).LINDSAY DEDARIO (REUTERS)
David Trueba

Hace algunos días, un turista holandés se lanzó desde un acantilado en Mallorca y murió golpeado contra las rocas antes de caer al mar. La Guardia Civil rescató su cuerpo, hundido en torno a los islotes llamados, con curiosa precisión, Malgrats. Al parecer, la grabación con el móvil la realizó su esposa, que le observaba desde una embarcación junto a sus dos hijos. A las pocas horas el vídeo se emitía de manera repetida en los noticiarios de todo el mundo. Es complicado establecer cómo llegan las imágenes al dominio público y se rompe la cadena privada de custodia, pues se supone que amigos de la familia y fuerzas de seguridad han tenido acceso a las mismas. Lo bochornoso es que el fallecimiento de una persona, por muy espectacular que sea, se convierta en un espectáculo. Ya pasó con las fotos robadas tras el accidente de helicóptero en el que murió Kobe Bryant. La audiencia que convocan estos vídeos se traduce no ya tan solo en rentabilidad publicitaria, sino, lo que es peor, en prestigio informativo.

El prestigio audiovisual ha dejado de tener que ver con la calidad y el rigor y ha pasado a convertirse en la mera contabilidad de audiencias. Pero por ese camino la profesión periodística se ha dejado desgarrado un jirón del traje de su credibilidad. Inmediatamente después llegaron los liderazgos populistas que, para refugiarse de cualquier crítica, cargaron contra la prensa con enorme tino, desactivándola y culminando el desprestigio que parecen advertir todas las encuestas sobre aprecio ciudadano. Cuando confundes cantidad con calidad, lo siguiente que sucede es que la potencia de los números elimina cualquier otro baremo analítico. En el caso de las imágenes chocantes o perturbadoras, cualquiera que se oponga a incluirlas en la parrilla es considerado de inmediato un aguafiestas, cuando no un pudibundo moralista. Los medios parecen servir de buzón a quien quiera dejarles su autopromoción enlatada, desde famosos en pose a quienes para evitarse una entrevista la entregan ya hecha.

El joven racista que asesinó en un supermercado de Búfalo a quien se cruzó en su camino retransmitió en directo la matanza por los canales habituales. Comentó los preparativos sin que nadie frenara su acción y en las semanas anteriores adquirió el armamento automático sin que pesaran en su contra los signos de radicalización evidente que padecía, tras tragarse sin cuestionarlas las patrañas que vienen repitiéndose en el mundo occidental sobre un supuesto reemplazo que eliminará la supremacía blanca. Los servicios informativos emitieron de inmediato los momentos estelares de su tiroteo. Las víctimas se desplomaban ante los disparos y los locutores más delicados añadieron al presentarlos ese latiguillo de que podrían herir la sensibilidad de los telespectadores. Pero la pregunta no es si es pertinente el aviso, sino un más ambicioso ¿por qué? ¿Por qué se ha convertido en obligatorio emitir en bucle este material ofensivo para las víctimas hasta deshumanizarlas? Y, sobre todo, ¿por qué nadie dice no? Si un chalado lo que pretende con su acción criminal es alcanzar notoriedad y que las imágenes de su carnicería se distribuyan para admiración y ejemplo de los futuros imitadores, ¿no sería lo lógico al menos negarle ese deseo en lugar de consumarlo sin un atisbo de pensamiento crítico?

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