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columna
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Fabricamos jóvenes antisistema

La pulsión juvenil es, de fondo, la quiebra del paradigma de la esfera pública, de lo colectivo, lo comunitario, en nuestras sociedades democráticas

Jóvenes Política
'Riot Boy', foto del libro de Vinca Petersen sobre los jóvenes antisistema.Vinca Petersen (Vinca Petersen / Edel Assanti)
Estefanía Molina

Fabricamos jóvenes antisistema, esos que no se sienten vinculados con un sistema que sienten que les oprime en sus ilusiones de emanciparse o formar una familia, de ser felices, de no vivir precarios. Por eso, muchos chavales jalean en las redes sociales a los youtubers que huyen a Andorra para pagar menos impuestos, o a los comisionistas de las mascarillas y el fútbol. Esos cracks cristalizan sus ansias de venganza, de resentimiento, a modo aspiracional sobre sus anhelos frustrados. Es el paradigma del sálvese quien pueda, donde el listo, el que saca provecho, es visto como un héroe porque nos da la patada.

Sin embargo, sería absurdo blandir el argumento moral o criminalizar a nuestra juventud para frenar esta deriva, mientras nuestra sociedad sigue tapando con hipocresía su responsabilidad sobre la pujanza del giro libertario.

Primero, por una sensación latente de que las instituciones han dejado de canalizar los conflictos socioeconómicos, territoriales… Pocos jóvenes consideran hoy que el sindicato velará por sus derechos, a la par que asisten a una clase política, a un Parlamento, que tienden a garantizar el nivel de vida y necesidades de unos pocos, como los jubilados, cuyos votos son de interés mayor para los partidos de turno en el Gobierno.

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No casualmente, la quiebra del bipartidismo se dio en 2015 a manos de los jóvenes por debajo de 45 años, que ya no se sentían reflejados en la democracia de sus padres. Ellos están incluso detrás del auge de las nuevas formaciones, o de que la política cree y hunda liderazgos iliberales o populistas de forma tan acelerada. Se amparan en discursos combativos, en versos libres desacomplejados, que prometen reventar el establishment, la conformidad que les rodea.

Los extremismos encuentran asimismo un caldo de cultivo por la atomización social en momentos clave. En la pandemia se extendió lo del “autocuidado”, el “autodiagnóstico”, o el “automédico” porque lo público no daba abasto. El propio deterioro de nuestra salud mental se entiende incluso como algo privado. Quien no puede pagar un psicólogo se ve sumido en la autoayuda, leyendo en la soledad de su casa, culpándose de su desgracia.

Segundo, los jóvenes antisistema asisten con perplejidad a la implosión del ascensor social, de las reglas que el sistema les dio para su escalada. La frustración nace al apreciar que han hecho todo lo que se esperaba de ellos —cursar una carrera, pedir becas, viajar, aprender idiomas…— para acabar en la cola del paro, o con ciertas condiciones de vida míseras. En cambio, conocen ejemplos espabilados capaces de forrarse con solo cerrar un buen trato.

Tercero, ese caldo de cultivo se ve espoleado por una opinión pública fragmentada, desde compartimentos estanco polarizados. Las redes, ese espacio frío y descontextualizado, donde los jóvenes pasan miles de horas frente a una pantalla en su cuarto. No hay posibilidad de confrontación sobre una moral pública aceptable, ni de empatía o lazos sociales con quien vive al lado, aunque en la calle la realidad es muy distinta.

En consecuencia, la pulsión juvenil antisistema es, de fondo, la quiebra del paradigma de la esfera pública, de lo colectivo, lo comunitario, en nuestras sociedades democráticas. Si nadie logra aglutinar al grupo para aportar soluciones, se vendrá la forja de las identidades excluyentes o aisladas, obviando el valor de las luchas compartidas.

De hecho, una estudiante me preguntó hace unos días en la Universidad Autónoma de Madrid sobre por qué ya no había manifestaciones por la depauperación en la educación o la sanidad, dos pilares del acervo público. La diferencia entre 2015 y 2022 es que hace siete años existía la creencia de que era posible mejorar el sistema desde movimientos conjuntos. El activismo entró a las instituciones vaciando las calles, pero su incapacidad de solucionar los males sistémicos de fondo ha traído cierto sentimiento de desilusión o desamparo.

En contraposición, se fortalece el paradigma de privatizar lo básico, de las actitudes narcisistas basadas en la creencia del “tonto el último”, del individualismo galopante que cuestiona la acción de los poderes públicos.

Que nadie se sorprenda entonces cuando un multimillonario como Elon Musk se convierta el nuevo héroe libertario de nuestros muchachos. Nada más antisistema que el relato sobre un empresario como nuevo garante de la libertad de expresión en las redes sociales. Ahora resultará que los derechos y libertades fundamentales son también patrimonio u obra de gracia de una empresa privada, de un individuo, y no de la esencia fiscalizadora de nuestras democracias. Así estamos forjando los jóvenes, adultos antisistema del mañana.

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Sobre la firma

Estefanía Molina
Politóloga y periodista por la Universidad Pompeu Fabra. Es autora del libro 'El berrinche político: los años que sacudieron la democracia española 2015-2020' (Destino). Es analista en EL PAÍS y el programa 'Hoy por Hoy' de la Cadena SER.

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