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columna
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¿Me habrías escrito si no me hubieras visto la cara?

J.D. Salinger le decía a la escritora Joyce Maynard que el rostro de un escritor debería ser desconocido para el público, pero el autor se quedó sin palabras cuando Maynard le preguntó si el hecho de que él viera el rostro de ella en un periódico había influido para que decidiera contactarla por primera vez

Susana y los viejos.
Susana y los viejos.

Mi ejemplar de Mi verdad de Joyce Maynard tiene el lomo reventado y vomita lengüitas de colores. No recuerdo si cada tono marcaba un tema, o si el arco iris fue producto azaroso de aquella primera lectura llena de ansia. Hace varias semanas lo saqué del taller y me lo traje a casa. Desde entonces ha estado en mi mesilla de noche, en la estantería del comedor, al lado del váter, ha reposado tranquilo en la balda blanca de la cocina y se ha colocado ligero sobre un catálogo gris de grandes artistas latinoamericanas que, como la autora y protagonista de Mi verdad, también tuvieron que lidiar con una realidad en la que jugaban con desventaja. No he abierto el libro en todos estos días. En la cubierta, una chica descalza sentada en una escalinata de piedra me mira con unos ojos redondos como naranjas navelinas. Con una mano se toca la cara, con la otra la pierna derecha. Si desplazara hacia su izquierda esa pierna, se acabaría abrazando a sí misma. En una de las tres versiones que Artemisia Gentileschi pintó de Susana y los viejos, es Susana quien se protege de la mirada masculina amenazante envolviéndose con sus propios brazos.

No sabía, Maynard, que después de publicar en The New York Times Magazine recibiría cientos de cartas. No sabía, tampoco, que una de ellas la firmaría el escritor J.D. Salinger, ni que mantendría con este una relación epistolar, o que dejaría la universidad para irse con él y aislarse del mundo, que se encerrarían juntos en una casita a lomos de una colina. No sabía que el año de amor y violencias con Salinger acabaría por condicionar de un modo tan rotundo gran parte de su vida y que las navelinas perderían la fuerza y el color. Ni que veinte años más tarde se pelearía cuerpo a cuerpo con su propia hija por temor, básicamente, a que también el mundo la engullera.

“La cara de un escritor tendría que ser completamente desconocida de todo el mundo”, le dijo Salinger a Maynard cuando esta valoraba si incluir o no su fotografía en la solapa de su primera novela. “Ahora ya nadie vende libros por los méritos que puedan tener. El autor tiene que salir a la calle y venderse. ¿Sabes por qué ponen tu foto en la solapa del libro? ¿O en la cubierta del Times? Pues porque la gente quiere saber cómo eres”, le decía su editora. Salinger la había contactado después de verla en la portada del Times.

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“¿Me habrías escrito si no me hubieras visto la cara?”, le preguntó Maynard. Él no respondió.

No sé qué busco en Mi verdad. Ni por qué pienso en Artemisia Gentileschi y en sus mujeres rotundas y rebosantes de carne, en cómo me molesta que siempre se ponga por delante de su trabajo su condición de víctima. Se busca a la mujer violada en cada una de sus pinturas a pesar de saber que el suyo era más un trabajo comercial que otra cosa, que posiblemente pintara para vender y no para encontrarse en la tela. Quizás puedan darse ambas cosas a la vez. Maynard escribe: “este libro trata, esencialmente, de la vida de una mujer; pero trata también de la vergüenza y del secreto”. El violador de Artemisia Gentileschi es más importante que su obra. En el caso de Maynard, la relación con Salinger también pisoteó su trabajo literario. Ambas fueron doblemente victimizadas y ambos raptores se llevaron con ellos todas las cosas de valor.

Cuando Maynard publicó Mi verdad, volvió a recibir muchas cartas: su historia especial era la misma historia que la de muchas otras mujeres. “Como en mi caso, Salinger se había dirigido a esas mujeres cuando tenían dieciocho años. Como en mi caso, creían que era el hombre más inteligente del mundo (…). Como en mi caso, al final habían sido abandonadas de forma cruel (…). Como en mi caso también habían creído durante años que estaban obligadas a guardar el secreto.”

Después de que Salinger falleciera vendió las cartas. Maynard sabe que, aunque se deshaga de lo material, sus ojos de naranja seguirán viendo el mundo desde la soledad de la casa de la colina.

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