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La geometría en la mente

La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas, pero ¿quién lo entiende?

Una clase de matemáticas en un instituto de Madrid.
Una clase de matemáticas en un instituto de Madrid.Sebastián Mariscal (EFE)
Javier Sampedro

Creemos entender cuál es la diferencia esencial entre la ciencia y las matemáticas. La ciencia, nos decimos, intenta entender el mundo, mientras que las matemáticas son una pura invención de nuestro ingenio. Sin humanos no habría matemáticas. Incluso algunos autores del gremio comparten esa idea. Uno de los escritores matemáticos más leídos de nuestro tiempo, Ian Stewart, opina que en otro planeta, uno en el que los seres inteligentes solo conocieran la realidad por el olor, por ejemplo, las matemáticas serían muy distintas de las terrícolas.

Pero otros expertos, yo diría que la mayoría de ellos, discrepan y prefieren ver su trabajo como un proceso de descubrimiento, no de invención. A medida que van explorando su campo de estudio, no pueden evitar la sensación de que las matemáticas son un objeto real, como los que estudian los científicos propiamente dichos, una cosa que ya existía mucho antes de que los humanos evolucionáramos y que seguirá existiendo cuando nos hayamos disipado como una lágrima bajo la lluvia. Esto es asombroso, ¿no crees?

Tal vez la culpa sea de Galileo, que percibió, demostró e insistió en que la naturaleza seguía leyes escritas en el lenguaje de las matemáticas. O quizá de Kepler, quien mostró que Marte seguía una órbita elíptica alrededor del Sol, y que su velocidad crecía con su cercanía al astro, cuando la elipse se hace más picuda. O de Newton, que sintetizó todo lo anterior en su fórmula de la gravedad, una fuerza que decrece con el cuadrado de la distancia y que explica de un plumazo que las manzanas caigan al suelo, que la Luna gire sobre la Tierra y que los planetas orbiten alrededor del Sol. Newton, es cierto, tuvo que inventar las matemáticas adecuadas (el cálculo diferencial) para tratar con ese problema de la vida real.

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Pero los genios de la física posteriores, como Maxwell y Einstein, se basaron en unas matemáticas anteriores a ellos, unas construcciones teóricas que no nacieron para describir el mundo, pero que lo hacen con una precisión sobrecogedora. Lo verdaderamente incomprensible, dijo Einstein, es que el mundo sea comprensible. Otros pensadores han hablado de la “irrazonable” eficacia de las matemáticas para comprender el mundo e incluso se han preguntado: “¿Es Dios un matemático?”. Yo añadiría otra pregunta: ¿y eso sería bueno o malo? ¿Sería mejor que Dios fuera un economista, un asesor político o un geoestratega? Ahí lo verdaderamente comprensible sería que el mundo fuera incomprensible. Honestamente, preferimos un matemático.

Uno de los neurocientíficos más interesantes del momento, Stanislas Dehaene, del Collège de France, ha obtenido unos resultados con monos y humanos que dan mucho que pensar a quien se pueda permitir ese lujo anacrónico. Las personas tenemos un dominio intuitivo de los elementos de la geometría, por ejemplo al identificar entre seis objetos uno que no cuadra por ser un polígono convexo (imagina un pentágono regular, como las zonas negras de un balón de fútbol clásico) en lugar de cóncavo (con indentaciones). No hace falta ninguna educación formal para que los niños de una remota tribu amazónica ejecuten esa tarea. Pero los monos no pueden hacerlo. Tampoco puede la inteligencia artificial actual. Después de todo, tal vez sea la geometría la que nos hace humanos.

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