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Columna
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Autocancelación

El dinero, la audiencia y la falsa neutralidad entre la verdad y la mentira son excusas para eludir el gran reto de nuestros días: la responsabilidad propia

Neil Young, durante un concierto en Canadá en julio de 2018.
Neil Young, durante un concierto en Canadá en julio de 2018.Ollie Millington (Getty)
David Trueba

A menudo se confunde el concepto de cancelación con el de animadversión. Se da en llamar cultura de la cancelación a la que provoca la suspensión de una presencia pública por el rechazo de la presión grupal. En realidad, la mayoría de las veces, la suspensión se produce porque el organismo convocante se amedrenta y carece de capacidad de resistencia a las presiones en contra. En otras ocasiones, la cancelación se topa con la fortaleza resistente y podríamos poner ejemplos de artistas o personalidades perseguidas, cuya actividad se ha resentido por la animadversión, pero calificar su carrera de cancelada es una exageración cuando no una excusa para no percibir que el capricho del consumo suele ser aún más cruel que cualquier señalamiento. Las listas negras han existido siempre y son inexcusablemente una muestra de miseria moral, por más que quieran a veces revestirse de protección del débil, de higiene institucional o salvaguarda de valores. Dictar el destino sobre la actividad profesional de alguien es una indecencia. Borrarlo del mapa es tan expresivo como el origen de esa metáfora militar que hace referencia a cuando una horda o ejército arrasa una ciudad o país.

Pero la semana pasada el artista Neil Young, uno de los músicos más admirables del mundo, ha abierto un melón que complica el dibujo de estas actividades. Se ha autocancelado de Spotify porque no quiere compartir canal con un locutor negacionista que expande mentiras científicas. Por si faltaba algo, su acción se ha visto apoyada por la autocancelación de Joni Mitchell, quizá la mujer más relevante que ha dado la canción contemporánea. Parece que sin esas dos voces Spotify va a poder proseguir su actividad sin el menor problema. Ya veremos. Pero no es la primera vez que alguien plantea que no quiere compartir el canal con quien le resulta delincuencial y dañino. No parece extraño que los albaceas del Diario de Ana Frank se nieguen a compartir casa editorial con un autor que niega el exterminio nazi de judíos. Entre otras cosas porque crecen los líderes políticos que se adscriben a esa línea atroz para recuperar votos ultras en toda Europa.

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El consumo de música en Spotify es cómodo para los oyentes pero poco nutritivo para los artistas. Si un fan oyera la misma canción de su cantante favorito cada día desde los 15 a los 95 años, el artista y sus autores recibirían la cantidad total de 87 euros. A cambio Spotify cobraría a ese usuario 10.000 euros durante esas ocho décadas de fidelidad. Con eso está todo dicho. El negocio es del canal. La emisión en radio y el soporte físico han sido sustituidos por esta forma de consumo musical. El artista cede al dominio de la plataforma hegemónica porque le resulta imprescindible para su promoción y hasta para su mera existencia. No sabemos si Young y Mitchell perderán su pulso contra el canal. En su favor solo diré una cosa. Al día siguiente de que un programa de tele de máxima audiencia concediera su espacio al discurso de un antivacunas escuché a dos ancianos en la terraza de un bar comentar que esto de la covid era todo un cuento chino de los gobiernos occidentales. Era la mejor muestra de que cuando un canal ofrece el altavoz a alguien adquiere la condición de cómplice. El dinero, la audiencia y la falsa neutralidad entre la verdad y la mentira son excusas para eludir el gran reto de nuestros días: la responsabilidad propia.

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