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tribuna
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Educación: utopía y reformismo

Nuestras reformas educativas ni se prueban antes de ponerlas en práctica, ni se analizan después sus efectos y contraindicaciones. Son vistosas pero no conducen a un mejor y más profundo aprendizaje

Inicio de las pruebas de Bachillerato Internacional en el Colegio San Francisco de Paula, en Sevilla.
Inicio de las pruebas de Bachillerato Internacional en el Colegio San Francisco de Paula, en Sevilla.PACO PUENTES
Andreu Navarra

Pasé una semana absorbido por un texto filosófico de Marina Garcés: En las prisiones de lo posible (Bellaterra, 2002). No se trata de un texto reciente, pero sí totalmente actual. Es más, añadiré que contiene las claves para que el debate educativo abandone el callejón sin salida en el que se encuentra y empiece a caminar por un nuevo camino que, quizás, no conduzca a la impotencia y la parálisis.

Opina Garcés que la democracia-mercado se ha convertido el único mundo pensable, en el que todos los posibles pueden ser ofertados, pero en el que a la vez ya no podemos hacer nada, o por lo menos sentimos que todas nuestras iniciativas se estrellan inevitablemente. Automáticamente, he pensado en todo nuestro rico mundo de legislaciones innovadoras y proyectos progresistas, que nos causan tanta perplejidad, porque nos conducen a la siguiente pregunta: ¿Teniendo todos claro que todo ha de cambiar, por qué no podemos cambiar nada ni tampoco conservar nada?

La solución la encontraríamos en los últimos compases del libro: todas las etiquetas que impulsamos y aplicamos: la “equidad”, la “sostenibilidad”, la “inclusión”, son parches y tiritas con las que evitamos mirar de frente al verdadero problema social que atenaza esta sociedad: la desigualdad. Indirectamente apuntalan y estabilizan la postdemocracia mercado porque nos permiten pensarnos como reformistas sin apenas rozar la estructura petrificada que se va consolidando. Semana tras semana, caemos en el vacío conceptual de las discusiones inacabables, la angustia novolátrica y el bizantinismo teológico. Y esto ocurre porque es posible que nos hayamos olvidado de cuál es el fundamento del sistema educativo que queremos, su justificación básica.

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Hemos caído en lo que Marina Garcés llama utopismo de la impotencia, es decir, una proliferación de novedades educativas que añaden variedad y espectacularidad a nuestra oferta teórica, pero que no afectan en nada al día a día en que hemos de enseñar y aprender. Pero lo mejor es que ponga un par de ejemplos.

En julio de 2020, en pleno pico pandémico, varios medios anunciaron la creación de aulas hexagonales que permitirían una mayor distancia preventiva entre alumnos. Esta propuesta llegó a merecer un premio de arquitectura e incluso algún periodista osado llegó a escribir que en Madrid se volvería a la escuela en aulas hexagonales.

¿Cuántas aulas hay en Madrid? ¿Cuánto dinero habría que invertir para convertir miles de rectángulos en hexágonos? ¿Quién tendría hexágonos y quién rectángulos? Todo esto es arbitrismo fútil, solucionismo fácil.

Otro ejemplo: un ambicioso proyecto de educación híbrida, es decir, medio presencial y medio remota, diseñado por Miquel Àngel Prats, profesor titular de tecnología educativa en la Universidad Ramon Llull, publicado por la Fundació Bofill, el 19 de julio de 2021. Una propuesta lujosa, completa, detallada, cuyo problema no es la bonísima intención de su autor, cuya actuación es completamente profesional y ejemplar, ni tampoco su adecuación al proceso actual de redefinición digital.

El problema es que no está nada claro que la educación híbrida sea la óptima para nuestro conjunto social. El problema es que esa propuesta, que invoca grandes principios morales, no tendría en cuenta ni su aplicabilidad real ni los resultados pedagógicos de tal implantación. Por la sencilla razón de que una implantación tan vistosa no responde a una demanda pedagógica, sino a una lógica propagandística, autorreferencial; en otras palabras: parcial.

Es el problema que arrastran todas nuestras reformas: ni se prueban antes ni se analizan con posterioridad ni lealtad los efectos y contraindicaciones que hayan podido producir. Son vistosas pero no conducen a un mejor y más profundo aprendizaje.

¿Cuál es la sociedad que buscamos? ¿Una en la que la única libertad consiste en la elección de productos, también productos educativos, como la hiperaula o el modelo híbrido? ¿Una sociedad, la actual, que pone en venta las necesidades académicas de nuestra juventud, y que entrega sus derechos a la especulación privada? ¿Intentamos revertir la nueva oralidad o sancionamos una sociedad para la explotación y el precariado, una sociedad crudamente dual, excluyente, con inclusiones selectivas o meramente aparentes, condenada a la austeridad disfrazada para siempre?

Se nos impone reflexionar sobre la postdemocracia-mercado; es decir, se nos impone ver lo que no parecen (o no quieren) ver nuestras legislaciones y brillantes proyectos tirita: excluyendo económicamente a un tercio de nuestra población es imposible lograr un sistema educativo emancipador, por muchas propuestas brillantes pero parciales que imaginemos. Hay que imaginar la reforma global, la democracia democrática basada en la academia académica, sin nostalgias ni novolatría espectacular, y por supuesto sin intrusismo abusivo de agentes económicos, para sacudirnos la impotencia de encima y volver a avanzar. La postdemocracia mercado no traerá inclusión, ni igualdad, ni sostenibilidad. Las anunciará pomposamente y las aplicará solo en forma de simulacro, y además solo para clases altas. Hemos de pensar otra cosa: ni futurista, ni tradicionalista, ni clasista, simplemente integral. Únicamente asumiendo este presupuesto básico nos tomaremos en serio nuestro país y sus necesidades reales.

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