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Columna
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Los hechos

El asesinato de dos mujeres por sus parejas en el fin de semana ya no sacude las conciencias pues todo lo hemos reducido a una cifra más

Varias personas participan en una concentración frente a la Delegación del Gobierno en Cantabria, el pasado 18 de diciembre, en Santander.
Varias personas participan en una concentración frente a la Delegación del Gobierno en Cantabria, el pasado 18 de diciembre, en Santander.Juan Manuel Serrano Arce (Europa Press)
David Trueba

El asesinato de dos mujeres por sus parejas en el fin de semana ya no sacude las conciencias pues todo lo hemos reducido a una cifra más. Sin embargo, confirma por enésima vez que nos encontramos ante una fórmula solo definible como crimen machista. El perfil de los asesinos no coincide con el de un delincuente habitual ni mucho menos con aquellos otros casos puntuales de violencia intrafamiliar, cuya motivación mayoritaria suele consistir en la dependencia de las drogas o la riña puntual. El hecho de que el asesino quite la vida también a los hijos de la relación, expone un modelo de conducta determinado como violencia de género. En la tragedia de esta semana, por si alguien necesitara más infamia para salir de su ensimismamiento, junto a la madre ha sido asesinado un bebé de 11 meses. La realidad es terca, así lo expresa el aumento considerable de las agresiones sexuales. Existen dinámicas políticas que tratan de trasladar a la opinión pública que toda protección a las mujeres es un dispendio y que juegan a llamar chiringuitos a las organizaciones de ayuda y orientación frente a las infinitas variantes de esta violencia soterrada. Estos crímenes solo pueden ser enfrentados con un trabajo enorme en la base social, para empezar dentro de las familias y en las escuelas. Pero también ahí se levanta un muro de resistencia dialéctica que viene a decir bajo la excusa del quite usted sus manos de mi intimidad familiar algo mucho más perverso: somos así y qué le vamos a hacer.

Frente a ese fatalismo criminal sería necesaria una concordia política. Pero ya sabemos que el concurso electoral ha adoptado formas de confrontación importadas de la ficción. Sin conflicto no hay fidelización del voto. Por ello, igual que en las estrategias de venta agresivas, también la seducción política persigue el enfrentamiento como receta eficaz para captar sesgos desamparados. En una sociedad rencorosa, que ha aprendido a encontrar culpables para cada tropiezo personal, todo se resuelve inventando enemigos. Es la misma actividad de pensamiento que guía al asesino de su expareja, una compleja mezcla de autoestima victimista, pasión mal orientada y el rencor íntimo más degradante. Pero agitada, eso sí, por la superioridad del varón que se esconde detrás de una sociedad machista, que aún hoy pretende tutelar a la mujer a través de obligaciones paternalistas que serían intolerables de aplicarse al hombre.

Si faltaba algo en estos episodios de desastre general, las vicisitudes del caso de Juana Rivas vienen a confirmar lo perdidos que estamos. Al asunto de una madre que mal asesorada pretendió solucionar los problemas de custodia de los hijos con un secuestro más reivindicativo que criminal, le siguió un desarrollo judicial bastante penoso. Con el indulto parecía devolverse el sentido común a la resolución del conflicto familiar, pero para terminar aparece el juez Piñar e insufla fuerza nueva al disparate. Su auto se hermana con aquellos jueces de familia que han terminado en partidos desde los que tratan de atizar una reacción que convierta en afrentas los derechos poco a poco conquistados por la mujer. El paso adelante no es tan tremendo, consiste en observar cómo ellas son asesinadas semana tras semana y trazar el origen del hecho criminal en la mentalidad de una sociedad que no encuentra a los jueces, a las familias o los líderes políticos y sociales que abanderen ese cambio.

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