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Estar sin estar
Columna
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Sueño de Navidad

Hay una redención posible en cada amanecer con el que asumimos empezar de nuevo

J.F.H.
J.F.H.

Soñé que sueño que el sueño de Navidad es uno y el mismo desde mi infancia. La sábana blanca se dobla como página en el mismo párrafo donde los párpados reflejan luces de bengala y todos los colores en esferas que se balancean sobre un fondo de todos los verdes en campanitas diminutas que saben a mazapán. Sueño que celebro con todos mis muertos vueltos niños y niñas con una música lejana que sirve de fondo para las ansias de todos los juguetes escondidos y miro a mi tío Javier, sin bigote y un rostro de fotografía en sepia que me persigue por toda la casa de mis abuelos con unas tijeras sin filo para simular que me cortará el fleco à la Lennon en una Nochebuena que ayer mismo pude vestirme de cuello Mao y botines de rocanrol y me alcanza con un abrazo que me lleva en andas hasta la cocina donde Ana Rosa ha cocinado un tambache de galletones de jengibre en forma de muñecos de ojos grandes.

Creo que soñé con Chós y Javi porque nunca he escrito las diversas gracias que les debo: en más de una Navidad me colmaron de cariño y regalos, pero destaca en mi recuerdo la noche en que mi tío con bigote y cara de Rey Mago me ayudó a custodiar un botín significativo de colación, mandarinas y cañas que llovieron de una piñata y me enseñó a convertir una de las estelas en cono de la abundancia y las historias que contaba Ocha como leyendas germanas de navidades nevadas y cabañas de dulce en medio de un paisaje veracruzano e inexplicable y los sueño sonrientes y unidos como siempre como metáfora de la pareja que lleva en andas al niño envuelto en su afecto, mi hermano primo con quien comparto las iniciales de nuestros nombres y apellidos, el niño de idéntica edad a la mía al que abrazo de lejos en el sueño de hoy mismo donde vuelve un robot de pilas que reproduce las mejores frases del programa Perdidos en el espacio y el cómplice de la Navidad cuando pintamos una cancha del estadio Azteca en la cochera de la casa (área grande con media luna y área chica, manchón de penalti y esquinas de hipotenusa) para un legendario torneo interminable y al día siguiente, mientras todos los demás estrenaban juguetes y ropa, Pacho y yo lidiamos una inmensa piñata berrenda con cuernos de oro, recargada de dulces y chicles de todos los sabores en una improvisada corrida de toros donde ambos salimos en hombros por la puerta del mismo sueño donde casi medio siglo después intento transpirar la misma adrenalina para desear que la imposible tarea de las vacunas libren a millones de seres de la cornada de un bicho invisible que inundó el planeta en micropartículas de estornudo, jadeos y toses, metro por metro y eslabón por eslabón, tal como la pesada cadena que llevan en hombros las almas en pena que nos visitan en sueños para advertirnos que hay una redención posible en cada amanecer con el que asumimos empezar de nuevo o volver a empezar como aleluya de Café Tacuba a todo volumen en el sueño al que despertamos todos hoy mismo, con la inevitable obligación de honrar a todos los magos y reyes, musas, magas y maravillas que se han ido de este mundo para recordarnos de vez en cuando la callada felicidad –efímera y por ende, eterna—de sabernos vivos porque soñamos.

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