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Tribuna
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Universalizar un nivel mínimo de protección social: nuestra responsabilidad común

En las circunstancias actuales, la solidaridad internacional es esencial y va en interés de todos garantizarla

Una trabajadora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU organiza paquetes de comida en el aeropuerto de Adís Abeba (Etiopía).
Una trabajadora del Programa Mundial de Alimentos de la ONU organiza paquetes de comida en el aeropuerto de Adís Abeba (Etiopía).TIKSA NEGERI (Reuters)

Los Gobiernos han respondido a la pandemia de covid-19 y a los estragos sociales y económicos que esta ha causado con una serie de planes ad hoc, incluyendo pagos por suspensión laboral, ingresos de efectivo y otros apoyos a familias. Estas respuestas son dignas de elogio, pero comparten dos grandes limitaciones.

En primer lugar, la mayoría de estas medidas constituyen arreglos temporales y cortoplacistas, que cubren la situación de confinamiento o un hipotético período hasta que se produzca la recuperación económica. No producen cambios en las circunstancias subyacentes que dejaron a millones de personas en la vulnerabilidad, ni mejoran su situación frente a futuras crisis.

En segundo lugar, dichas medidas no abordan las amenazas existenciales a las que se enfrentan muchas de las comunidades más afectadas a nivel global. A pesar de que el gasto gubernamental total en la respuesta a la covid-19 supera los 11 billones de dólares, las respuestas más importantes han procedido, con diferencia, de países ricos. Por ejemplo, la Unión Europea aprobó recientemente un plan de recuperación de 750.000 millones de euros (equivalente al 6% de su PIB), mientras que el plan de recuperación económica del Japón equivale al 22% de su PIB (o 1,1 billones de dólares). Sin embargo, entre los países en desarrollo de bajos ingresos, la respuesta ha sido de media del 1,2% del PIB.

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Los países en desarrollo, en especial aquellos de bajos ingresos, disponen de recursos limitados, lo que se ve agravado por la caída de precios de algunas materias primas de exportación. Sencillamente no pueden adoptar las medidas de respuesta a la crisis que su población necesita, y menos aún los sistemas de protección social con capacidad de garantizar la resiliencia a largo plazo.

Incluso antes de la covid-19, el 69% de la población mundial no estaba cubierta por protección social alguna, o lo estaba solo parcialmente. Casi dos tercios de los niños del mundo no disponían de cobertura de protección social, solo el 22% de los desempleados recibían prestaciones de desempleo y solo el 28% de las personas con discapacidades graves recibían prestaciones por discapacidad.

Las crisis mundiales como esta pandemia no conocen fronteras geográficas o políticas. Contra ellas, solo somos tan fuertes como los más débiles de entre nosotros. Si queremos crear una mayor resiliencia y una capacidad de recuperación más eficaz, tenemos que apoyar a todos los países en la creación de niveles mínimos, pero sólidos, de protección social. Hoy en día, nos comportamos como si fuera suficiente empezar a contratar bomberos después de que haya estallado un incendio, para después dirigirlos a que salven solo unas pocas habitaciones del edificio en llamas.

Esto no es suficiente. En las circunstancias actuales, la solidaridad internacional es esencial y va en interés de todos garantizarla.

Unos niveles de protección social mínimos para todos son financiables. El déficit de financiación de todos los países en desarrollo (la diferencia entre lo que estos países ya invierten en protección social y lo que costaría garantizar un nivel mínimo de protección social completo, incluida la salud) es de unos 1,191 billones de dólares en este año, incluido el impacto de la covid-19. Sin embargo, la diferencia para los países de renta baja es solo de unos 78.000 millones de dólares, una cantidad insignificante en comparación con el PIB de países industrializados. Sin embargo, el total de la ayuda oficial al desarrollo destinada a protección social asciende tan solo al 0,0047% del ingreso nacional bruto de los países donantes.

El derecho internacional relativo a los derechos humanos reconoce que los Estados ricos tienen el deber de ayudar a implementar los derechos sociales en países de recursos más limitados, y ya se han adoptado diversas medidas para concretizar este compromiso. En 2011, un grupo consultivo de expertos recomendó que los donantes proporcionaran financiación previsible y plurianual para fortalecer la protección social de países en desarrollo. En 2012, dos expertos independientes en derechos humanos de Naciones Unidas propusieron un Fondo Mundial para la Protección Social con el fin de ayudar a países de bajos ingresos a desarrollar niveles mínimos de protección social para su población. Ese mismo año, los miembros de la OIT (gobiernos, trabajadores y empleadores de 185 países) apoyaron la idea de una protección social integral con la promesa adoptada por unanimidad de “establecer y mantener... niveles mínimos de protección social como elemento fundamental de sus sistemas nacionales de seguridad social”.

Regularmente escuchamos promesas de que debemos “reconstruir mejor” a partir de la crisis actual, pero solo podremos hacerlo si cada individuo, incluidos los más pobres y marginados, tiene un nivel mínimo de protección social.

Los países deben movilizar el máximo de recursos para que la protección social se convierta una realidad para todos. Esto puede significar adoptar enfoques más eficaces en materia de tributación y de lucha contra la corrupción. A largo plazo, la redistribución de activos contribuirá a frenar la desigualdad y la discriminación y a apoyar la promesa del Programa de Desarrollo Sostenible de 2030 de “no dejar a nadie atrás”.

Esta crisis nos ofrece muchas lecciones. Una de ellas es que para reconstruir mejor es necesario contar con la solidaridad internacional y una mejor protección social para todos y todas, no sólo para los que ya pueden permitírselo. Si ignoramos este mensaje, corremos el riesgo de condenar a las generaciones futuras a sufrir en el futuro como sufre la generación actual. Esa es, sin duda, una perspectiva intolerable a la que no debemos resignarnos.

Michelle Bachelet es Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Olivier De Schutter, Relator Especial de Naciones Unidas sobre la extrema pobreza y los derechos humanos y Guy Ryder, director general de la Organización Internacional del Trabajo.

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