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Tribuna
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¿Ha pasado el tiempo de las monarquías?

La cuestión no es si la democracia puede convivir bien con jefes de Estado hereditarios, sino si sigue teniendo valor añadido contar con una cabeza coronada

Ignacio Molina
Juan Carlos I junto a Felipe VI en una imagen de archivo.
Juan Carlos I junto a Felipe VI en una imagen de archivo.Paco Campos (EFE)

Cada vez que un destacado miembro de una familia real europea se ve implicado en un escándalo, el debate sobre el futuro de la monarquía se reaviva. Ahora es noticia destacada la decisión del anterior rey, Juan Carlos I, de abandonar España mientras se le investiga por corrupción. La Corona británica también ha sufrido recientes turbulencias por la polémica relación del príncipe Andrés con el fallecido magnate pedófilo Jeffrey Epstein.

Es normal que una institución asociada al privilegio y la supuesta ejemplaridad de las personas que la representan sufra tanto en esos casos. Pero la pregunta realmente relevante va más allá de abusos individuales de poder, que en su caso podrían incluir responsabilidades penales, y alcanza rango político-constitucional. ¿Hasta qué punto se puede mantener una institución tan objetivamente vulnerable? ¿Es previsible que sobreviva?

El siglo XX supuso un auténtico tsunami republicano en todo el mundo. Esa forma de gobierno (que solo era propia de EE UU, América Latina y Francia) se extendió por los cinco continentes al mismo tiempo que avanzaba la democracia y la descolonización. Algunos analistas incluso predijeron que la monarquía era una idea cuyo tiempo había pasado. Y, sin embargo, lo que más bien parece haber pasado es el tiempo de su abolición. Desde las caídas del Rey de Grecia y del Sha de Persia, hace ya más de cuarenta años, el resto de las monarquías reinantes han sobrevivido y hasta ha aumentado su número con la restauración en España o Camboya. Incluso si Escocia se independizara, lo más previsible es que optase por constituirse como Monarquía.

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Pese a su origen medieval, o precisamente por ello, la institución parece seguir siendo fuente de estabilidad en contextos autoritarios o semidemocráticos. Marruecos o Jordania, por poner dos ejemplos, son Estados más predecibles y menos convulsos que los del resto del Magreb y Oriente Medio.

El debate obviamente adquiere otra dimensión en democracias avanzadas donde las virtudes de la Corona resultan más anacrónicas y difíciles de justificar. Sin embargo, el hecho objetivo es que los países del Benelux, Escandinavia, bastantes miembros de la Commonwealth, España y Japón puntúan muy alto en los rankings comparados de calidad democrática.

La cuestión, por tanto, no es si la democracia puede convivir bien con jefes de Estado hereditarios una vez estos hayan renunciado a ejercer poder real alguno, sino si sigue teniendo valor añadido contar con una cabeza coronada. La respuesta no está escrita. Las virtudes de la monarquía parlamentaria radican fundamentalmente en dos elementos. En primer lugar, la funcionalidad específica al ejercer el puesto concreto de jefe de Estado. Del mismo modo que se admite que ciertas instituciones no elegidas por el pueblo —como tribunales constitucionales o bancos centrales independientes— pueden ayudar a un mejor funcionamiento del sistema democrático en su conjunto, la clave consiste en demostrar que eso mismo ocurre con la Monarquía. Es decir, que un Rey/Reina tiene unos activos (formación para el cargo, neutralidad política, permanencia larga o ventajas diplomáticas) que superan los que pueda aportar un presidente de República no ejecutivo y con funciones más bien ceremoniales.

Pero la segunda virtud es mucho más difusa e intangible. Tiene que ver con la percepción de prosperidad, orgullo y sentimiento de éxito del proyecto nacional que la monarquía proyecta. La reina Isabel es más controvertida en Canadá o Australia que en Reino Unido porque en el primero de los casos su figura se mezcla con el debate sobre una soberanía nacional no completamente alcanzada. Por eso mismo, los reyes son menos populares allí donde existe una fuerte conciencia crítica con el pasado y el presente nacional. Eso es especialmente delicado en el caso de España, con dos nacionalismos periféricos (catalán y vasco) y un partido de izquierda radical (Podemos), que obtuvo el 13% de los votos en las últimas elecciones y ahora gobierna en coalición con la socialdemocracia.

En resumen, la monarquía sobrevivirá mientras sea capaz de demostrar que es una institución eficaz en el desempeño de sus funciones concretas y, sobre todo, mientras a la mayoría de los ciudadanos les resulte satisfactorio imaginar que su figura encarna el éxito histórico del país en forma de prosperidad, seguridad y convivencia.

Antes de caer en desgracia, el rey Juan Carlos consiguió amplio reconocimiento por haber contribuido a conducir a España desde la larga dictadura franquista hasta la modernidad, las libertades y la europeización. El problema es que ya ha dejado de representar esos valores. Felipe VI sabe que ahora debe distanciarse de los escándalos de su padre, pero tiene dos tareas aún más importantes y difíciles: demostrar el valor de tener un jefe de Estado por encima de la pelea política y ayudar a despolarizar el país de modo que también se facilite una relación más fácil entre los españoles y su propia nación.

Lo anterior lleva a una conclusión curiosa: en contra de las apariencias, el futuro de la Corona en democracia depende de saber superar una permanente rendición de cuentas; una especie de plebiscito cotidiano al que paradójicamente no tienen que enfrentarse las Repúblicas.

Ignacio Molina es profesor de Ciencia Política en la UAM e investigador en el Real Instituto Elcano. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS.

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