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Columna
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Sonríe, no eres yo

Me pregunto qué habrá sido de mi Diógenes de Nueva York en esta pandemia salvaje, en qué agujero estará escondido

Andrés Barba
Una persona sin hogar en el Metro de Nueva York.
Una persona sin hogar en el Metro de Nueva York.LUCAS JACKSON (Reuters)

Lo confieso, mi momento favorito de la contrahistoria de la Filosofía es cuando Alejandro Magno, atraído por su fama, se planta frente al filósofo-indigente Diógenes de Sínope, que vive, según la tradición, despojado de todo en un tonel de las calles de Atenas, y le dice: “Pídeme lo que quieras”, a lo que Diógenes contesta: “Apártate, que me estás quitando el sol”. La hermenéutica ha producido, como no podía ser de otra forma, toneladas de crítica sobre cómo esa frase aparentemente banal fue el primer statement situacionista de la historia: la petición, por parte de Diógenes, de que el hombre más poderoso del mundo reconociera abiertamente, con un solo paso, su inferioridad frente él. Pero es incluso más interesante pensar en la secuencia restándole la testosterona. Y es que el mundo de los filósofos cínicos tiene la ventaja de que funciona también desde la estricta literalidad. “Apártate, que me estás quitando el sol” pudo muy bien significar sencillamente eso: “Apártate, que me estás quitando el sol”. Es decir, nada.

Siempre lo había pensado así, pero nunca lo había entendido hasta que la vida me puso en el camino a un verdadero Diógenes. Sucedió entre los meses de septiembre y octubre del año pasado, en Nueva York. Mi Diógenes se sentaba entre la calle 42 y la Quinta Avenida, en la esquina de Bryant Park, seguramente para almorzar las sobras de los almuerzos de los oficinistas de Midtown. Tenía unos 30 años, barba oscura, un olor a cuadra que abarcaba un radio de dos metros y unos modales extraños, como de pijo de incógnito al que busca su familia. La primera vez que le vi pedía dinero junto a un chucho inquietantemente pulcro y un cartel que me pareció maravilloso: “I am here, you are there” (Yo estoy aquí, tú estás allí). Sentí como si se hubiese materializado una mezcla entre personaje de Alicia en el País de las Maravillas, filósofo presocrático y variación del The Walrus de los Beatles. Le sonreí. No me devolvió la sonrisa. No era de extrañar. Yo estaba aquí, él estaba allí.

Nunca usaba dos veces el mismo cartel y los escribía con una letra bonita, pero demasiado nerviosa como para demostrar esmero. Durante los meses siguientes ir a la Biblioteca Pública tenía el aliciente de ver qué había escrito Diógenes. Me arrepiento profundamente de no haberlos apuntado todos. En mis notas encuentro algunos memorables: “Jesus loves you, I don’t” (Jesús te ama, yo no) y mi favorito: “Smile, you are not me” (Sonríe, no eres yo). Había veces que pedía directamente el menú: “Avocado & tuna sandwich, please” (Un sándwich de aguacate y atún, por favor). Otras manifestaba su buena disposición: “Today small talks allowed” (Hoy se permiten conversaciones triviales), o sus necesidades: “Metrocard” (Bonometro). En ocasiones ni siquiera tenía cartel, solo una mirada de adolescente vago o de loco común que le daba ese aire de violencia latente que siempre tienen los locos de Nueva York, capaces de convertir una escena ordinaria en un delirio en solo unos segundos. Algo me decía que no iba a tardar en desaparecer de la noche a la mañana —como efectivamente ocurrió— y ahora me pregunto qué habrá sido de él en esta pandemia salvaje, en qué agujero estará escondido. No descarto que esté enterrado en la fosa común de la isla de Hart o sentado en alguna esquina junto al mismo chucho, haciendo bromas sobre la fosa común de la isla de Hart. Solo una vez me animé a detenerme frente a él. Había construido una pequeña canasta de papel para que la gente tirara su dinero. Yo hice una bolita con un billete de 10 dólares y probé puntería. No conseguí encestar y sonreí para desquitarme la incomodidad. “Perdiste”, dijo. “Lo sé”, respondí yo. Luego, supongo que como Alejandro Magno al alejarse de Diógenes, me quedé pensando si lo que me había dicho era una banalidad o una sentencia de muerte.

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