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Tribuna
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La tentación de la nostalgia

La pandemia ha puesto de relieve el gran potencial de la solidaridad y un sentido de comunidad

Andrés Barba
Voluntarios de la Red de Cuidados de Moratalaz preparan cestas de comida para repartir entre los más necesitados.
Voluntarios de la Red de Cuidados de Moratalaz preparan cestas de comida para repartir entre los más necesitados.Eduardo Parra (Europa Press)

Cada vez son más los expertos que nos lo advierten de distintas maneras: puede que no sepamos aún la manera precisa en que venceremos al coronavirus, ni la forma en la que modificará nuestra economía, ni cómo será el aspecto de nuestra futura cita romántica con mascarillas, pero hay algo de lo que no podemos tener ninguna duda: cuando acabe esta pandemia mundial, otra gran pandemia arrasará el mundo, la pandemia de la nostalgia.

“La gente —explica Ivan Krastev en ¿Ya es mañana?, su excelente libro sobre el virus— tendrá nostalgia de esa época en que podíamos volar fácilmente a casi cualquier parte del mundo, en que los restaurantes estaban llenos a rebosar y la muerte era tan antinatural que, cada vez que moría una persona, nos preguntábamos si había sido por negligencia médica”. Sabemos cómo funciona la nostalgia, basta haber tenido una mínima experiencia de desamor: la melancolía paralizante, la indiferencia ante todo, la sensación de que no se volverá a ser feliz mezclada con brotes de hipersensibilidad, pero también los extraños placeres de la nostalgia —que provienen, en el fondo, de la renuncia a la libertad— porque quien ha perdido todo ha perdido también algo más temible: el miedo a perderlo todo, y vive en un limbo desde el que mira las pasadas angustias con una sonrisa de suficiencia.

Pero en el ámbito político y a escala global, la nostalgia puede suponer un enorme peligro. Una persona nostálgica es siempre una presa fácil para los depredadores. Es más fácil robarle la cartera, más fácil hacerle sentir que se la quiere y hacerle firmar una cláusula abusiva, más fácil arrebatarle sus derechos con el pretexto de la seguridad, más fácil hacerle creer que “de esto nos encargamos nosotros”. Y por lo mismo: más difícil que se rebele ante circunstancias inaceptables, declaraciones delirantes o directamente falsas, promesas incumplidas. El pulso de los nostálgicos es demasiado bajo para reaccionar. Como decía Hannah Arendt refiriéndose a las situaciones previas a los Estados totalitarios, “cuando los justos pierden la esperanza, los oportunistas pierden el miedo”.

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Debemos estar precavidos. La tentación de la nostalgia va a flotar sobre todos nosotros en esta segunda parte de la pandemia y también en su resolución de una manera o de otra, haciéndonos creer que es más lo perdido que lo por ganar. Pero si lo pensamos, hay algo que también ha demostrado la pandemia y que supone un buen antídoto: todas esas medidas que nuestros políticos y expertos-globales llevaban años diciéndonos que eran imposibles e impracticables, al final han resultado ser mucho más posibles y practicables de lo que se pensaba. Ha puesto de manifiesto, entre otras cosas, la apabullante capacidad de resiliencia de la naturaleza o el enorme potencial de la solidaridad y sentido de comunidad que tanto se están empeñando en minar durante las últimas semanas con esa forma de política barriobajera cada vez más parecida a un trol de Twitter. A diferencia de otras crisis globales, en las que los acontecimientos canalizaban sentimientos que estaban en el ambiente, la crisis del coronavirus va a transformar el mundo no porque nuestras sociedades hayan precipitado un cambio ni porque se haya producido un acuerdo sobre la dirección que ha de tomarse, sino por algo mucho más sencillo: porque no podemos volver atrás. Acicate para la acción, desde luego, pero en un momento de cansancio como el nuestro, también tentación para la nostalgia.

La gran demagogia del populismo está al acecho, espera signos de desaliento, un desaliento razonable, y, por el mismo motivo, doblemente tentador. Basta dejarse llevar por esas imágenes —ya falseadas por la propia nostalgia— del mundo que hemos dejado atrás y que ahora nos parece tan vedado como el de los elfos. Pero la excesiva idealización de aquel viaje que hicimos a Venecia no debería impedirnos recordar hasta qué punto pensamos, durante ese mismo viaje, lo insostenible que era un modelo de turismo que convertía las ciudades en parques temáticos y lo mucho que lamentamos que pareciera imposible revertir esa tendencia. La mejor jugada del capitalismo no fue la de hacernos creer que era el mejor de los sistemas posibles, sino que era el único. Ha tenido que llegar un virus para demostrarnos no solo que es mentira, sino que, aunque fuera verdad, el modelo está obsoleto. Estar a la altura política del mundo que nos ha tocado vivir pasará, a partir de ahora, por evitar la tentación de una nostalgia que prefiere hacernos creer que lo hemos perdido todo —por mucho que sea cierto que hemos perdido mucho— para hacernos olvidar la que seguramente sea la gran lección de la pandemia: que en estos meses hemos sentido con una intensidad inédita lo que de verdad significa vivir en un mundo compartido.

Andrés Barba es escritor.

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