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Mil y un platos para los chicos de la calle

Mustafa Abdelkader lleva 30 años dando de comer a las personas sin recursos que llegan a Ceuta

Mustafa Abdelkader en el reparto diario de comida de su ONG en Ceuta este julio.
Mustafa Abdelkader en el reparto diario de comida de su ONG en Ceuta este julio.EDP

Toma el té a sorbitos cortos. Deja el líquido, que escalda, debajo de la lengua unos segundos antes de tragarlo. La tetera despide vapores con aroma a hierbabuena. Es uno de los únicos momentos de descanso del día para Mustafa Abdelkader (Ceuta, 69 años). Todo el mundo se ha ido ya de la mezquita de Sidi Embarek, que siempre parece a punto de descolgarse del barranco que la acoge, en la barriada Juan Carlos I, en Ceuta. Hace apenas una hora, a las dos de la tarde, era el punto más concurrido de la ciudad. Cada día, una media de 1.100 personas que viven en la calle acuden al reparto de comida que efectúa Luna Blanca, la ONG que Abdelkader preside.

Hasta hace dos meses, daban 130 raciones diarias “a las familias más vulnerables”. Pero su ratio se disparó el 17 de mayo, cuando más de 10.000 personas cruzaron la frontera desde Marruecos a nado, por las playas de El Tarajal y Benzú. El primer día repartieron bocadillos. Después, pusieron en marcha los fogones “para dar por lo menos una comida caliente al día”.

Hakim (Marruecos, 28 años), nombre con el que se identifica, ha intentado entrar en España seis veces desde 2018. “Es que tengo muy mala suerte”, se justifica. Recogida su ración de lentejas, se sentará a comer en una sombra, no muy lejos de la mezquita. Confiesa que la mayoría de días este es su único alimento, como le ocurre a casi todos los asistentes.

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Luna Blanca puede llegar a suministrar 2.500 comidas. “Es posible porque tenemos los recursos. Y Ceuta es una ciudad muy solidaria. Aunque no damos abasto”, dice Abdelkader mientras muestra orgulloso varias ollas, “de 80 centilitros cada una”, ya limpias y preparadas para el siguiente envite. Empezaron a finales de 1980, aunque hasta 1997 no se inscribieron como ONG. En 2003 consiguieron una subvención de 12.000 euros. Para 2021, habían llegado a 155.894 euros. Todo el dinero que reciben es público y solo aceptan alimentos como aportaciones privadas.

Ahora son nueve voluntarios y cinco empleados: cocineros, un mozo de almacén y personal administrativo. Abdelkader no cobra nada por el trabajo, a pesar de que se pasa el día allí. Eso sí, cuando acaba el reparto, todos se sientan a comer juntos. Hoy toca cuscús con carne y verduras. No hay platos individuales, todos picotean de dos grandes fuentes colocadas en los extremos de la mesa, “como manda la tradición”.

Como explica Mustafa Mohammed, vicepresidente y cofundador de Luna Blanca, “el equipo entero tiene abandonada su casa y su familia para mantener esto. Hemos vivido avalanchas de 500 o 700 personas, pero nunca habíamos tenido esta situación en Ceuta”. Habla con cariño de su compañero: “Mustafa [Abdelkader] es una persona muy involucrada con los demás, sobre todo con los más desfavorecidos”.

Abdelkader en la cocina donde se preparan más de 1.100 comidas al día en Ceuta este julio.
Abdelkader en la cocina donde se preparan más de 1.100 comidas al día en Ceuta este julio.EDP

Un paseo con Abdelkader por la ciudad implica pararse cada 50 metros, porque se detiene a hablar con todo el mundo. Conoce Ceuta como la palma de su mano. Sus calles. Sus problemas. “Hay más cuarteles que mezquitas”, bromea. “Cuando la gente habla de convivencia yo les digo que no, que hay coexistencia. Me dicen ‘te tienes que adaptar’. ¿Adaptarme a qué? Llevo toda la vida viviendo aquí”.

Trabajó hasta su jubilación con los niños que cruzaban solos desde Marruecos. Fue responsable de la mezquita un tiempo. Sigue la fe malaquita, una de las ramas del islam suní: “Soy practicante, pero de la corriente más moderada”. En el mes del Ramadán cocinan más de 2.000 raciones: “Hacemos la comida árabe tradicional, para todo aquel que llega a nuestra puerta, sin excepciones de raza, credo o religión. Me repugna decir ‘nosotros’ y ‘ellos’, se trata de unirnos”.

Está casado y tiene dos hijas y un hijo que rondan la treintena. A veces, su labor en Luna Blanca le impide verlos tanto como le gustaría: “Hice el cálculo y de los primeros cinco años de una de mis hijas pasé con ella solo 17 días, 408 horas”.

A la sombra de los muros blancos y verdes de la mezquita, Aicha Abdesellam reparte envases rebosantes de guiso de garbanzos: “Mustafa es como de la familia. Le conozco desde hace años y, como sabe que me implico en estas historias, me llama”. Se detiene para secarse el sudor. “Se deja la vida en esta labor. No va a casa, come aquí, lo que haga falta”.

Es sábado y Abdelkader ha subido a dar una vuelta al monte Hacho. De vuelta a la ciudad, conduce su coche, un Kia rojo que ha visto mejores tiempos y muchos kilómetros, a través de la barriada El Sarchal, una zona de casas muy viejas y coloridas suspendidas sobre el Mediterráneo.

—Es bonito. Estilo Granada.

—”Estilo pobre, más bien”, remata.

Hay una escena que encapsula su personalidad mejor que cualquier descripción: la presencia de dos niños que piden en la puerta de un supermercado hace que ralentice el coche, para observarles bien. El vehículo de atrás va despistado y choca levemente. Se pone a la altura de la ventanilla: “Perdona, no te he visto bien. Casi no te he tocado”. Abdelkader sonríe con sorna y le despacha sin inmutarse, con esa expresión en la cara de perro viejo que se las sabe todas:

—Tira, anda.

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