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En primera persona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dormir como lujo supremo: la odisea de una madre por el descanso

La distancia espacial y temporal retroalimenta el amor y lo fortalece. Una vez que los niños ya duermen las noches enteras, y siempre que queden en buenas manos, dentro de su espacio y siguiendo su rutina, una separación puede hacer mucho bien

Dormir
No hay nada más tentador ni más codiciado como el sueño ininterrumpido.Justin Paget (Getty Images)
Ana Vidal Egea

Pasar un fin de semana en un hotel es, para mí y mis amigas madres, una de las fantasías más recurrentes. Resulta curioso cómo, a diferencia de hace 20 años, nuestras aspiraciones distan de dar rienda suelta a deseos tórridos y carnales; ahora anhelamos simplemente dormir. No hay nada más tentador ni más codiciado como el sueño ininterrumpido, que se erige como el objeto de deseo supremo. Fantaseamos con almohadones gigantes rellenos de plumas de ganso y sábanas blancas de algodón egipcio, impolutas y con un penetrante olor a limpio. Nos recreamos imaginándonos inmersas en un silencio solemne, envueltas en una oscuridad y soledad absoluta. Y suspiramos pensando en la posibilidad de recuperar horas de sueño, en el placer que supondría poder dormir tantas horas como cuando éramos adolescentes. Un desfase que, en el contexto de la maternidad, se convierte en un lujo y en una osadía.

Después de meses, para algunos padres incluso años, de incapacidad para disfrutar de un sueño ininterrumpido parece que estamos condenados a una tortura equiparable a la de Guantánamo. En mi caso me veo obligada a despertar demasiado pronto, sufriendo el no poder dormir tanto como me place. Para compensar, trato de acostarme siempre antes, pero constantemente me autoboicoteo arañando la medianoche entre lecturas o películas de las que también me alimento. En cualquier caso, ya se deba a la escasez de horas dormidas o a un descanso intermitente, la privación prolongada del sueño se convierte en uno de los principales enemigos de la salud mental.

Es en este contexto que, hace unos meses, acepté desplazarme por trabajo de Nueva York a Chicago, con la motivación principal de poder dormir. Estaba dispuesta a volar durante dos horas y media solo para pasar un día y una noche fuera, donde la posibilidad de disfrutar de un sueño reparador se convertía en un anhelo que, por fin, podría materializarse. Me había debatido mucho entre ir o no, consciente de los riesgos que implica salir de la rutina y exponerse a la vida. Las madres tenemos miedo, sentimos culpa, nos sentimos responsables las 24 horas, todos los días de nuestra vida. Creamos narrativas que refuerzan esta autolimitación, tan sometidas y aterradas a rebelarnos contra lo que se ha normalizado. Y, sin embargo, el trabajo hizo que fuera lícito marcharme. Paradójicamente, fue el argumento que me permitió concederme un descanso.

Era la primera noche en años que pasaba separada de mis hijas. Podía haber organizado una salida nocturna; conocer coctelerías, ver por fin una película en el cine, ir a un concierto o al teatro. Pero no había nada más excelso que dormir. Así que después de la cena de protocolo me escapé con prisa y una vez que llegué al hotel cerré la puerta de la habitación tras de mí como quien consigue resguardarse de un monstruo. No eran ni las diez de la noche cuando me dejé llevar, sucumbiendo sin miedo a que nada ni nadie me despertara. Era tan pronto que me pareció que no era necesario ponerme la alarma, tan acostumbrada como estaba a despertarme al amanecer, creyendo que tenía ya interiorizado el horario que mi cuerpo debía seguir cada día. Pero cuando me desperté al día siguiente, el reloj pasaba de las 9.30 de la mañana, me había perdido una reunión y tenía media hora para hacer la maleta, ducharme, vestirme y atender otro evento. Estaba, sin embargo, pletórica. Me sentía lúcida, alerta, rápida, como si, tras esas once horas y media de sueño, estrenara nuevas partes de mi cerebro. Prevalecía en mí una sensación de reposo tan extraordinaria y reconstituyente que mentalmente la emparejaba ahora con un estado extasiado.

Antes de cada vuelo, los auxiliares enfatizan que, en caso de emergencia, aquellos pasajeros que viajan con menores deben ponerse su mascarilla de oxígeno antes que a sus propios hijos. Es uno de los ejemplos más convincentes para los padres que tratan de reafirmarse en que está justificando autocuidarse para poder atender a otros. No se trata de autoindulgencia, sino de una necesidad vital: proporcionarnos el descanso mental, emocional y físico que nos permita seguir adelante con todas nuestras facultades. Un descanso que también puede significar la oportunidad de disfrute. Poder parar para hacer lo que a cada uno le plazca y para saborear esa libertad. Ese descanso puede adoptar diferentes formas y duraciones. Se trata de una tregua reponedora para energizarse, oxigenarse y volver a conectar con uno mismo, a partir de la cual se vuelve a coger impulso. La distancia espacial y temporal, si es breve, retroalimenta el amor y lo fortalece.

Dakota Johnson y Olivia Colman en una escena 'La hija oscura'.
Dakota Johnson y Olivia Colman en una escena 'La hija oscura'.

En la película La hija oscura (2021), que supuso el magistral debut directoral de Maggie Gyllenhaal adaptando una novela de Elena Ferrante, la protagonista abandona a sus dos hijas durante tres años. La cinta explora las consecuencias que aquella decisión radical tiene en los personajes y sirve como punto de reflexión para buscar formas más suaves de lidiar con la realidad. En este sentido, mi propuesta es tratar de encontrar la forma de respirar orgánicamente durante el día a día, así como crear la oportunidad para darse espacio y tiempo de desempeñar otros roles que también definen nuestra identidad.

Dictaminar cuántos son los días que uno puede permitirse separarse de sus retoños es algo que compete a los padres. Son ellos los que deben calibrar cuánto tiempo no es demasiado. Cada padre y cada niño es un mundo. Quizá se trata de un mero día o de una semana separados. ¿Qué supone eso en un cómputo de 365 días juntos al año? Una vez que los niños ya duermen las noches enteras, y siempre que queden en buenas manos, con personas familiares con las que ya tengan vínculos, dentro de su espacio y siguiendo su rutina, una separación puede hacer mucho bien. La armonía y el bienestar de los niños depende de la armonía y bienestar de los padres.

Por otra parte, es un buen momento para probar nuevas fórmulas. Una excelente alternativa a las vacaciones parentales conjuntas, dejando a los niños con los abuelos o la niñera de turno, consiste en que sea solo uno de los padres el que se tome un respiro. De esta forma, los niños seguirían quedándose en casa y con uno de sus progenitores, lo que suaviza mucho el proceso del desapego. Además, permite que el progenitor que se vaya de vacaciones, ya sea en solitario o con amigos, a la misma ciudad o a un país exótico, pueda conectar de nuevo con su yo, sin necesidad de negociar sus apetencias con su pareja. Estos paréntesis solitarios o con vínculos que permiten asumir un papel distinto al de padre o madre son muy beneficiosos para poder recargarse. En definitiva, estos momentos de descanso y desconexión nos recuerdan que cuidarnos a nosotros mismos no solo es un derecho, sino una necesidad fundamental que merece ser priorizada. Además, ¿existe algo comparable al gozo del reencuentro?

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Ana Vidal Egea
Periodista, escritora y doctora en literatura comparada. Colabora con EL PAÍS desde 2017. Ganadora del Premio Nacional Carmen de Burgos de divulgación feminista y finalista del premio Adonais de poesía. Tiene publicados tres poemarios. Dirige el podcast 'Hablemos de la muerte'. Su último libro es 'Cómo acompañar a morir' (La esfera de los libros).
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