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Guerra a la sombra del muro israelí en Cisjordania: “Es como si no hubiera salido de la cárcel”

La barrera, de más de 700 kilómetros, deja viviendas palestinas rodeadas por asentamientos y dificulta a sus habitantes acceder a sus tierras

El muro construido por Israel, a su paso por el campo de refugiados de Aida, junto a Belén (Cisjordania ocupada), el pasado miércoles
El muro construido por Israel, a su paso por el campo de refugiados de Aida, junto a Belén (Cisjordania ocupada), el pasado miércolesÁlvaro García
Luis de Vega (enviado especial)

“La guardo todavía con las manchas de sangre”. Yaser Abdelgafar, a punto de cumplir los 50 años, saca de su dormitorio la camisa que llevaba el 16 de octubre de 2000. Aquel día, a las tres de la tarde, una bala israelí reventó la cabeza de Moayad Jawaresh, de 14 años y vecino del campo de refugiados de Aida, junto a Belén (Cisjordania). Un militar le disparó desde la fortaleza que entonces rodeaba la Tumba de Raquel, polémico lugar histórico para musulmanes, cristianos y judíos pero que Israel ha cerrado para sus ciudadanos. Hoy, aquella mole defensiva de Belén se ha integrado en los más de 700 kilómetros de hormigón, rejas metálicas y alambre de espino que forman la barrera de separación levantada por Israel desde 2002 y que mayoritariamente serpentea por territorio palestino.

El motivo esgrimido para su construcción fue garantizar la seguridad frente a los ataques de la población de Cisjordania, que incluso ha quedado separada de Jerusalén, por donde el muro atraviesa también. Ya en 2004, la Corte Internacional de Justicia, de Naciones Unidas, lo consideró ilegal. El paso de los años lo ha convertido en una herramienta que, en tiempos de guerra como la que comenzó el 7 de octubre, permite estrechar más el cerco de la ocupación, el control y la usurpación de tierras de la que es víctima la población palestina. EL PAÍS ha visitado varios puntos de esa gran obra en constante evolución, una cicatriz que se mantiene dos décadas después.

Moayad Jawaresh, tras recibir un disparo que le causó la muerte el 16 de octubre de 2000 junto al campo de refugiados de Aida (Belén) donde vivía. A la derecha, Yaser Abdelgafar
Moayad Jawaresh, tras recibir un disparo que le causó la muerte el 16 de octubre de 2000 junto al campo de refugiados de Aida (Belén) donde vivía. A la derecha, Yaser AbdelgafarLuis de Vega

Aquella tarde de lunes, Moayad Jawaresh, de uniforme, acababa de salir del colegio y llevaba todavía la mochila en los hombros cuando recibió el disparo. Eran meses en los que la Segunda Intifada (la revuelta vivida entre 2000 y 2005) se encontraba en plena ebullición. Los niños respondían a menudo con piedras a la presencia de soldados israelíes. Yaser Aldelgafar y otros adultos, entre ellos miembros de la Media Luna Roja, recogieron el cuerpo de Moayad y lo trasladaron ya inerte al hospital.

Abdelgafar recuerda el punto exacto, a la entrada del campo de Aida y a solo unos metros de donde hoy se levanta el monstruo gris de una decena de metros de altura que, coronado de alambrada, luce lleno de pintadas y grafitis reivindicativos. Hasta de Banksy hay alguno, aunque estos días no los contemplan los turistas.

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El nombre de Moayad Jawaresh como mártir de la causa palestina sigue muy presente 23 años después en Aida, aunque su madre, Iman, tiene miedo a hablar. Más allá del levantamiento del muro, poco ha cambiado. Los adolescentes hoy siguen recibiendo balazos como los de aquella generación de la Segunda Intifada. El último muerto, el 10 de noviembre, ha sido Mohamed Azeha. Su imagen aparece en numerosos carteles por las paredes del campo de refugiados, un abigarrado entramado de estrechos callejones. Como a Moayad, le dispararon desde el muro.

También a Abdallah Saquer, de 14 años, herido el 1 de noviembre cuando una bala le atravesó la pierna derecha a la altura del muslo. El joven llega a un dormitorio de su casa retorciéndose de dolor mientras se apoya de manera torpe en unas muletas con ayuda de su madre, Ataf, de 37 años. “Estábamos jugando delante de la torreta y había un francotirador. Alguien le tiró piedras, él respondió con fuego real”, cuenta. Su madre recuerda los tiempos en los que, sin el muro, podían moverse a los campos de alrededor a por aceitunas o salir a por la compra en dirección a Jerusalén, cuya linde se halla apenas a dos kilómetros.

Abdallah no tiene muy claro qué quiere hacer de adulto. Se conforma con trabajar de comerciante en un pequeño negocio de alimentos como el que tiene un tío suyo en el campo de refugiados de Aida. Mientras lo explica, parco en palabras y con cierta desgana, llega su hermano mayor, Ahmed, de 16 años. Él también está herido y con muletas. En su caso, según el relato que apoya con fotos en su móvil, un balazo le causó a mediados de octubre importantes daños en el pie derecho cuando circulaba con su bicicleta eléctrica cerca de un control militar en la localidad de Al Khader, también en la zona de Belén.

“Es como si no hubiera salido de la cárcel”, lamenta asomado a la azotea de su casa delante del muro Ali Abu Aker, de 36 años. Tras nueve años en prisiones de Israel, regresó a Aida el pasado marzo. No quiere enredarse en los motivos de su encarcelamiento y afirma que se limitó a empujar a los soldados israelíes que hostigaban a su suegro. Lo que tiene claro es que no ha recuperado la libertad.

A la derecha, se yergue encastrada en el muro la torre desde donde los vecinos afirman que vienen los disparos. Otras veces, se abre el enorme portón y varios vehículos acceden desde el otro lado para llevar a cabo una redada y detener a gente, como ocurrió diez días después de comenzar la guerra en Gaza. Y como ocurre casi a diario en otros lugares de Cisjordania, donde desde el 7 de octubre, cuando Hamás atacó Israel, la violencia se ha disparado. Los muertos palestinos rondan los 200 y los detenidos los 3.000.

En el otro lado quedaron algunos campos de olivos a los que se asoma Ali Abu Baker. Allí recogen aceitunas los jóvenes Mohamed y Yaser, pero para llegar a ellos, por el cierre de carreteras impuesto durante la guerra, hay que dar un rodeo de casi una hora y varios controles militares. Uno de ellos lo atacaron tres milicianos de Hamás el pasado jueves, al día siguiente de la visita de este periódico a Aida, en una carretera que comparten colonos judíos y ciudadanos palestinos. Los tres murieron por disparos de las Fuerzas de Seguridad de Israel, uno de cuyos soldados pereció ese mismo día por las heridas recibidas. A unos metros del lugar del incidente, el muro, que tiene brechas y no logra la impermeabilidad que Israel busca.

Su trazado vino en gran medida marcado por la ubicación de los asentamientos ilegales en Cisjordania, donde viven en torno a medio millón de colonos israelíes. Así, se sentaron “las bases para la anexión de facto de la mayoría de los asentamientos y de muchas tierras para su futura expansión”, según la ONG de derechos humanos israelí B’Tselem, que calcula que, con la descomunal obra, Israel absorbió en torno al 10% de Cisjordania, que tiene una superficie de unos 5.700 kilómetros cuadrados, similar a la provincia de Alicante.

“Las colonias son como un cáncer que no dejan de comernos”, describe Yaser Abdelgafar para ilustrar el crecimiento de esas comunidades impulsadas por el Gobierno israelí, especialmente por el actual primer ministro, Benjamín Netanyahu, cuya seguridad y bienestar se paga con incomodidades para los palestinos.

Saadat Ghryib, de 42 años, en el pasillo que lleva a su casa, que ha quedado engullida por el asentamiento israelí de Givon Hahadasha, en la Cisjordania ocupada.
Saadat Ghryib, de 42 años, en el pasillo que lleva a su casa, que ha quedado engullida por el asentamiento israelí de Givon Hahadasha, en la Cisjordania ocupada.Álvaro García

Muy cerca de Jerusalén, Saadat Ghryib, de 42 años, muestra su vivienda que, oficialmente, para Palestina, se halla en el pueblo cisjordano de Beit Ijza. Mientras tres de sus cuatro hijos corretean alrededor, el hombre deja que los visitantes pasen a través de la verja electrónica controlada por las Fuerzas de Seguridad de Israel y atraviesen un pasillo de una treintena de metros de largo hasta llegar a la casa.

La construcción de una planta emerge como una anomalía que ha engullido el trazado regular de calles del asentamiento de Givon Hahadasha. Viven muy juntos, pero no revueltos. Esa estrecha separación está controlada por una veintena de cámaras que vigila las 24 horas a esta familia palestina. Los Ghryib habitan encorsetados por una alta empalizada metálica que separa su vivienda de los chalés colindantes. Ahí, a cinco o seis metros y entre banderas de Israel flameando al viento, viven los colonos.

Lo que ocurre en Gaza os va a ocurrir a vosotros si no emigráis de esta tierra”, asegura Saadat que han llegado a gritarles estos últimos días sus vecinos, de los que no sabe ni el nombre. Les apuntan con armas, les increpan y cualquier movimiento que la familia realiza desde la puesta de sol es sospechoso para ellos, describe para reflejar el ambiente de tensión generado por la guerra en Gaza. “Somos víctimas de la agresión del ejército cada vez que sucede algo, da lo mismo que sea en Cisjordania o, como ahora, en Gaza. Nos acosan, nos atacan…”, añade.

Fallecido en 2012, Sabri Ghryib, padre de Saadat, se había negado a vender las 10 hectáreas familiares cuando los colonos le presionaron a partir de 1979 para que pusiera precio por ellas. “Vinieron con mucho dinero”, pero “él dijo que no se iba a deshacer de ni una sola de las hectáreas”, cuenta Saadat.

Pasillo como único acceso que hay a la vivienda de la familia Ghryib, rodeadas de medidas de seguridad para separarla del asentamiento israelí de Givón Hahadasha, construido en los terrenos usurpados a esa familia palestina.
Pasillo como único acceso que hay a la vivienda de la familia Ghryib, rodeadas de medidas de seguridad para separarla del asentamiento israelí de Givón Hahadasha, construido en los terrenos usurpados a esa familia palestina.Álvaro García

Finalmente, en unos años que describen como un infierno de ataques y presiones que no lograron frenar pese a ganar en los tribunales, la familia se quedó sin dinero y sin cuatro de las hectáreas, que “robaron” los colonos para su asentamiento, según sostiene el hijo. Sabri Ghryib visitó en más de una ocasión al entonces presidente palestino, Yaser Arafat, para regalar sus fincas si eso impedía el expolio, pero este estaba enfrascado en negociaciones con Israel y esquivó el asunto, según Saadat.

Más tarde, llegó el muro, que les acabó de separar de las otras seis hectáreas, de cuya cosecha, esencialmente aceitunas, dependen. El remate fue el encarcelamiento en 2006 de Sabri Ghryib y sus dos hijos. Cuando, tras cuatro meses, volvieron a casa, los israelíes habían fortificado el pasillo en torno a la vivienda. En 2008, dotaron al pasillo de la verja electrónica que les puede dejar encerrados en casa si lo deciden los agentes. Pero no están solos con este problema. Beit Ijza es una de las 150 localidades palestinas que el diseño de la barrera dejó separada de sus campos.

Ruba Ghryib, de 10 años (izquierda), y su hermana Haya, de 8, se asoman a la casa que unos colonos judíos construyeron en terrenos de esta familia palestina y que ha dejado su vivienda absorbida por el asentamiento israelí de Givón Hahadasha.
Ruba Ghryib, de 10 años (izquierda), y su hermana Haya, de 8, se asoman a la casa que unos colonos judíos construyeron en terrenos de esta familia palestina y que ha dejado su vivienda absorbida por el asentamiento israelí de Givón Hahadasha.Álvaro García

La arbitrariedad en los permisos para dar un rodeo de 45 minutos, llegar a esas seis hectáreas de la familia y conseguir que les dejen entrar en sus propiedades a recolectar las aceitunas no la están sufriendo este año. Simplemente, el permiso ha sido anulado a la sombra del conflicto entre Israel y Hamás. “Eso suponen unas pérdidas para nosotros de unos 7.000 dólares [6.400 euros]”, calcula Saadat.

Su hijo mayor, Sabri, de 11 años, accede al salón y hace una reverencia inclinando la cabeza hasta colocar su frente en la mano de su progenitor en señal de respeto. Segundos después, le coge el móvil y se aísla de la conversación en la que queda claro que él, como miembro de la familia Ghryib, también heredará el problema de la ocupación. “El plan de los israelíes es que nos marchemos, pero no moveremos un solo músculo de esta tierra. Aunque cierren la verja y sea nuestro último día, no nos vamos a ir”, zanja Saadat Ghryib.

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Luis de Vega (enviado especial)
Ha trabajado como periodista y fotógrafo en más de 30 países durante 25 años. Llegó a la sección de Internacional de EL PAÍS tras reportear año y medio por Madrid y sus alrededores. Antes trabajó durante 22 años en el diario Abc, de los que ocho fue corresponsal en el norte de África. Ha sido dos veces finalista del Premio Cirilo Rodríguez.
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