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Guantánamo: el legado de la tortura 21 años después

Treinta presos continúan en la cárcel de la base naval estadounidense en Cuba, atrapados en distintos tipos de limbo jurídico

Guantánamo Bay in Cuba
Fotografía del 11 de enero de 2002 difundida por la Marina estadounidense que muestra a los primeros 20 prisioneros de la Bahía de Guantánamo (Cuba) poco después de su llegada.PETTY OFFICER 1ST CLASS SHANE T. / New York Times / ContactoPhoto
Macarena Vidal Liy

La base naval estadounidense de Guantánamo tiene un aire de película. La entrada en ella desde el aeropuerto, en un ferry que atraviesa la bahía cristalina en un paisaje de postal, parece una escena de White Lotus, recibimiento entusiasta incluido. La zona residencial, con su campo de béisbol, su McDonald’s, el pub irlandés y cines al aire libre, podría ser una versión tropical de la pequeña ciudad provinciana de Regreso al Futuro. Pero las barreras que impiden el paso, los puestos de control y las constantes patrullas de la policía militar recuerdan que detrás de las vallas hay otra realidad mucho más cruel.

Un soldado estadounidense mira hacia el interior de una celda del centro de detención de máxima seguridad ‘Gitmo’ el 22 de octubre de 2016 en la Estación Naval de Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo, Cuba.
Un soldado estadounidense mira hacia el interior de una celda del centro de detención de máxima seguridad ‘Gitmo’ el 22 de octubre de 2016 en la Estación Naval de Estados Unidos en la Bahía de Guantánamo, Cuba.John Moore (Getty Images)

Oculto de la vista, separado físicamente del resto de la base y relegado en las noticias, el penal de Guantánamo, sinónimo de algunos de los peores abusos de EE UU en su guerra contra el terrorismo, sigue abierto 21 años después. Treinta varones musulmanes entrados en años, dañados física y psicológicamente y un puñado de ellos acusados de algunos de los peores atentados del mundo, continúan retenidos en esta prisión.

Hasta 779 varones musulmanes llegaron a ser capturados y trasladados en secreto, encapuchados y esposados, a esta cárcel. El entonces presidente George W. Bush ordenó crearla como reacción a los atentados del 11 de septiembre en 2001, para alojar a terroristas “combatientes enemigos” sin la obligación de ofrecerles las garantías a las que tendrían derecho como prisioneros en suelo estadounidense. La inmensa mayoría de los internos no tenía nada que ver con aquellos ataques, la red Al Qaeda o el terrorismo islámico. Muchos fueron vendidos por un puñado de dólares a la CIA. Cada uno, apunta la relatora especial de la ONU para los derechos humanos y el contraterrorismo, Fionnuala Ní Aolaín, en su informe sobre la prisión publicado en junio, “vivió o vive sus propias experiencias indelebles de trauma psicológico y físico tras soportar profundos abusos de sus derechos humanos”.

“La cárcel de Guantánamo sigue abierta no por lo que ellos nos hicieron a nosotros, sino por lo que nosotros les hicimos a ellos”
Mark Fallon, antiguo investigador jefe y testigo

Ha desaparecido el miedo a un súbito ataque del terrorismo islámico sobre esta esquina de Cuba. Acaban de eliminarse las patrullas navieras de soldados armados con rifles de asalto que recorrían sus aguas y que eran una de sus imágenes más características. En esta base, donde residen cerca de 6.000 personas ―soldados y civiles―, hoy día 800 desempeñan trabajos relacionados con la cárcel. La mitad que hace tres años, pero la cifra que arroja una proporción de casi 27 por preso.

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La idea es ir reduciendo en la medida de lo posible, y acabar cerrando en algún momento, una prisión que, con un coste de 13 millones de dólares (11,8 millones de euros) por preso, es la más cara del mundo. Pero persisten los nervios: no está permitido tomar imágenes de las caras de ningún militar, ni de ningún tipo de infraestructura. Muchos soldados no quieren que se sepa que prestan servicio aquí.

“Puede que el nombre de Guantánamo quede siempre como sinónimo del uso sistemático de las capturas ilegales [rendiciones], tortura y detención arbitraria”, declaraba Ní Aolaín en una rueda de prensa en Nueva York.

El Campo Rayos X es un recordatorio permanente de todo lo que pasó. En el noroeste de la base, fue la primera prisión que se construyó. Se levantó a toda prisa. El resultado: jaulas de apenas dos por dos metros, a cielo abierto, bajo el inclemente sol del Caribe. En cada una, dos cubos. Uno con agua, otro para las heces. Y nada más en ellas. Se utilizó durante cuatro meses, antes de trasladar a los prisioneros a estructuras más permanentes.

Hoy es un campo abandonado, que los medios ―que deben ir constantemente acompañados de un escolta militar― solo pueden ver de lejos. Los mosquitos son los únicos torturadores que quedan; aún practican su arte con saña. La maleza se ha declarado en libertad y crece por todas partes con la prisa de los trópicos; las serpientes campan por sus respetos en la zona. Unas espesas alambradas de espino demarcan aún las distintas zonas. Las techumbres de las torretas de vigilancia, de las celdas y salas de interrogatorio―”cajas de madera”, las describe Mark Fallon, antiguo investigador sobre Al Qaeda en la era más brutal y que denunció en su día las torturas ante las autoridades― aguantan de modo precario.

Campamento Rayos X, la infame prisión erigida apresuradamente en 2002 para encarcelar a cautivos de Afganistán y otros lugares, el 27 de enero de 2017, en la Bahía de Guantánamo.
Campamento Rayos X, la infame prisión erigida apresuradamente en 2002 para encarcelar a cautivos de Afganistán y otros lugares, el 27 de enero de 2017, en la Bahía de Guantánamo.Michelle Shephard (Toronto Star via Getty Images)

En los tiempos en los que funcionaba el Campo Rayos X, y durante años después, no era el deseo de justicia lo que movía a los carceleros. Era la ira tras las muertes de más de 3.000 personas en los atentados del 11-S. Y el miedo a que fuera a ocurrir un ataque similar en algún punto del mundo y nadie lo detectara a tiempo. Unos interrogadores mal adiestrados para esas tareas y bajo una enorme presión completaban esa mezcla explosiva.

El resultado fue un uso generalizado de la tortura. Simulación de ahogamientos, golpizas, privación extrema de sueño, violaciones anales. Mark Fallon, entonces jefe de una unidad de investigación en Guantánamo, confirmaba en un reciente testimonio judicial la existencia de una cultura del maltrato que se había generalizado para el verano de 2002 entre una unidad de la inteligencia militar: esfuerzos para inducir un sentimiento de extrema desorientación, uso de perros para intimidar, posiciones dolorosas forzadas. La interrupción del sueño era “rutina dentro del campo”, declaraba este testigo ante el tribunal militar en una audiencia preliminar ―también en una zona acotada y aislada del resto de la base, el Campo Justicia― sobre el caso de Abdelrahman al Nashiri, sospechoso de perpetrar el atentado contra el destructor USS Cole que causó la muerte a 17 personas y dejó heridas a cerca de 40 en el año 2000 en aguas cercanas a Yemen.

“La cárcel de Guantánamo sigue abierta no por lo que esta gente nos ha hecho a nosotros. Sigue abierta por lo que nosotros les hemos hecho a ellos”, declara Fallon a este periódico. “El Gobierno sigue intentando esconder, cubrir con rotulador negro y clasificar cualquier cosa que lleve a la rendición de cuentas por parte de aquellos implicados en el programa de torturas, así como los que lo defendieron”.

Las denuncias sobre lo que ocurría en esas celdas llevaron al entonces candidato presidencial Barack Obama a anunciar que cerrar la cárcel sería su primera medida en la Casa Blanca. No lo consiguió nunca. Su sucesor, Donald Trump, prometió en cambio llenarla de “mala gente”. Tampoco lo hizo. El presidente actual, Joe Biden, se ha comprometido también a clausurarla. De momento, solo ha podido excarcelar a diez reos. El último de ellos es Said bin Brahim bin Umran Bakush, trasladado a Argelia en abril. Los 30 restantes continúan en distintas modalidades de limbo jurídico.

Solo dos de los 779 presos han sido condenados y cumplen su sentencia en la base en suelo cubano. Junto a ellos, otros tres están catalogados como “combatientes enemigos” y se les apoda “los prisioneros eternos”: no se les llevará a juicio ni Estados Unidos les quiere liberar, aunque su estatus está sometido a revisiones periódicas. Otros 16 han recibido autorización para ser trasladados a un tercer país. El problema es encontrar uno que quiera aceptarlos. Nueve están pendientes de unos juicios sobre sus causas ―la bomba en el Cole, el 11-S, el atentado contra una discoteca en Bali― pospuestos durante la pandemia, que se enredan en recurso tras recurso y que nunca terminan de llegar.

“Este es un sistema que se creó para no ofrecer ninguna de las garantías que tendría el sistema judicial estadounidense, o incluso un tribunal militar. Y se hizo de manera intencionada. Se decidió que las audiencias se celebraran en Guantánamo porque creían que era un lugar fuera de las protecciones de la Constitución”, explica Anthony Natale, jefe del equipo de abogados que defienden a Al Nashiri. “Casi todo el material relevante está clasificado. Tratan de evitar que podamos acceder a la información. Y tenemos que estar litigando constantemente por cosas sobre las que no habría por qué si estuviéramos en un tribunal normal. Si añadimos las distancias logísticas para cualquier trámite, tenemos la receta perfecta para un sistema injusto”.

Presos envejecidos y con problemas de salud

Dos décadas después de su llegada a Guantánamo, esos 30 presos son hoy personas entradas en años, con problemas de salud físicos y mentales, causados tanto por su edad como por los malos tratos padecidos. Estos reos, según un alto cargo del Comité Internacional de la Cruz Roja, Patrick Hamilton, que visitó las instalaciones en marzo, muestran signos de “envejecimiento acelerado, empeorado por los efectos acumulados de sus experiencias y los años pasados bajo detención”.

Las condiciones ya no son las mismas. Ní Aolaín admite que las actuales, en cuanto a trato, alimentación, alojamiento y actividades “cumplen las normas aceptadas internacionalmente para la mayoría de los detenidos”. Pero las preocupaciones continúan. “La arbitrariedad se filtra en toda la infraestructura de detención de Guantánamo, haciendo a los detenidos vulnerables a los abusos de derechos humanos y contribuyendo a condiciones, prácticas y circunstancias que llevan a una detención arbitraria”, apunta la relatora especial. Varios procedimientos, como el referirse a ellos por número y no por nombre, o el uso “desproporcionado” del confinamiento en solitario, “constituyen, como poco, un tratamiento cruel, inhumano y degradante”.

Es difícil prever cómo pueda resolverse la situación en el futuro. Natale sostiene: “Nuestro Gobierno dice que quiere acometer los juicios, pero luego no da a la defensa las pruebas o la oportunidad de ponerlas en duda. Así que la realidad es que no quieren ir a juicio”. La razón, denuncia el letrado, es que “quieren esconder la tortura, y lo sistemática, lo omnipresente y lo horrible que fue. Hay cosas que no puedo describírselas: están clasificadas”.

Al salir de Campo Justicia, donde se celebran las audiencias preliminares, y regresar al centro de la base, una señal de tráfico amarilla recuerda que las iguanas son una especie protegida. Si alguna quiere cruzar la carretera, los vehículos deben dejarla pasar. Causar la muerte a un ejemplar supone 10.000 dólares de multa. “Durante mucho tiempo”, se ríe Fallon con amargura, “aquí en Guantánamo los reptiles tuvieron más derechos que los presos”.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.

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