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La odisea inesperada de Boris Johnson

El primer ministro británico frena las peticiones de desconfinamiento, mientras el Reino Unido sufre los peores estragos de la enfermedad

Rafa de Miguel
Boris Johnson observa los dibujos enviados por los niños durante su estancia en un hospital a causa del coronavirus.
Boris Johnson observa los dibujos enviados por los niños durante su estancia en un hospital a causa del coronavirus.ANDREW PARSONS (EPA/EFE/ DOWNING STREET)

“Háblame, musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo...” Boris Johnson (55 años), es capaz de declamar en griego clásico, apoyado por su prodigiosa memoria, los hexámetros iniciales de la Odisea de Homero. El héroe Ulises ha sido la inspiración de un político que no dudó en torcer la realidad para lograr su particular victoria en Troya, la conquista del Brexit. Como explicaba a EL PAÍS Paul Goodman, director del portal ConservativeHome y excompañero de redacción del primer ministro británico, en su pasado como periodista incendiario, “se ve a sí mismo como un dios clásico, por encima de las obligaciones terrenales impuestas al resto de los mortales”.

Pero la pandemia del coronavirus le ha dejado claro, con el ingreso precipitado en la UCI víctima de la enfermedad, su propia cualidad de mortal. Y el regreso a Ítaca, donde le esperan su prometida Carrie Symonds (32 años) y el bebé que nació el pasado miércoles, quien llevará el nombre de Wilfred, va a tener que esperar. El Reino Unido lleva camino de ser el país europeo con más fallecidos por la covid-19 (este sábado la cifra se elevó a 28.131) y para los retos e incertidumbres que hay por delante no sirven la astucia, la osadía o la retórica, sino el rigor, la seriedad y la constancia. Precisamente las virtudes que, en las breves ocasiones en que Johnson las practica, se convierten en titular de prensa por su excepcionalidad. “Ya hemos pasado el pico de los contagios. Es como si hubiéramos atravesado un largo túnel alpino y ya empezáramos a divisar la luz del sol y la tierra de pasto”, anunciaba Johnson el pasado jueves, en su primera rueda de prensa después de tres semanas de aislamiento y convalecencia. “Bullshit (Puta mentira)”, clamó el periodista Piers Morgan, en las páginas del tabloide Daily Mail, después de ironizar con la idea de que el primer ministro había entrado “en modo Julie Andrews” (la meliflua protagonista de la película Sonrisas y Lágrimas). “Este virus no es como el Brexit. No es una ideología política que pueda ser sometida a debate, o una batalla que se pueda ganar con bufonadas, fanfarronadas o frases que imitan a [Winston] Churchill", sentenciaba el polémico pero influyente presentador de Good Morning Britain, con una agresividad excesiva incluso en quien ha hecho un arte de la provocación y la polémica.

En un mundo en el que la agilidad y rapidez de las redes sociales desactivan en pocos minutos cualquier truco, ya no basta el vino para emborrachar al cíclope Polifemo. El ministro de Sanidad, Matt Hancock, proclamó triunfalmente el viernes que había alcanzado e incluso superado el objetivo de realizar 100.000 test diarios a finales de abril. En concreto, 122.000 aseguró que se habían llevado a cabo en el último día del plazo impuesto. Antes de que concluyera la rueda de prensa quedó claro que decenas de miles de esas pruebas se habían simplemente enviado a los hogares que las solicitaron, y todavía no habían regresado al laboratorio para obtener resultado.

El mismo Johnson presentó como una victoria nacional que el Reino Unido había esquivado las cifras más agoreras que circularon durante la lenta reacción inicial del Gobierno al estallido, cuando se llegó a pronosticar medio millón de muertos si no se aceleraba una respuesta. Y tanto el primer ministro como su equipo de asesores científicos imploran a los periodistas que dejen de comparar las cifras de muertos con las de otros países que comenzaron a sufrir antes los estragos del virus, como España o Francia. “Cada país tiene todavía un largo camino por recorrer, no deberíamos entrar aún en acusaciones en torno a quién ha ganado o quién ha perdido esta batalla”, se revolvía esta semana Chris Whitty, el asesor médico jefe de Downing Street, quien hasta ahora había hecho gala de una flema y templanza dignas de elogio. Pierde más tiempo el equipo de Johnson en detallar los matices que diferencian el método que cada país tiene para contar sus muertos que en admitir que el Reino Unido puede acabar siendo la nación europea con un balance más trágico.

La prensa conservadora británica se esfuerza en presentar a Johnson como un hombre de prudencia renacida, cuya experiencia con la enfermedad le ha llevado a atarse al mástil de la embarcación para resistir los cantos de sirena de todos aquellos que, en su Gobierno y en su partido, le reclaman que acabe cuanto antes con un confinamiento que amenaza con llevarse por delante la economía del país. No está claro, sin embargo, que tal determinación sea fruto del cálculo o el resultado de dejar de taparse los ojos cuando ya no hay otro remedio.

Del mismo modo en que Johnson abandonó la estrategia temeraria de la “inmunidad de grupo” -por la que se pensó inicialmente que el mejor modo de frenar el virus era dejarle campar a sus anchas hasta que un 60% de ciudadanos infectados desarrollaran defensas y bloquearan su extensión- cuando se dio cuenta de la temeridad que suponía, se resiste ahora a enfrentarse a la idea de una nueva era de austeridad, con recortes y subida de impuestos, como la solución inevitable de una crisis que ha obligado hasta ahora al Gobierno a incrementar la deuda pública en 250.000 millones de euros. “Ya sabe usted cuáles son mis instintos: creo que la economía rebotará con fuerza, y la austeridad, un término que no me gusta en absoluto, no formará parte de nuestra política”, se defendía Johnson este viernes, mientras se resistía a dar detalles de su plan para lograr que el Reino Unido regrese a Ítaca.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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