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¿Un bufón zafio y loco por el lujo o un estadista de la categoría de Churchill?

Con Nicolas Sarkozy, da la impresión de que uno nunca está seguro. Aunque el punto de vista varía en función de dónde viva cada uno. En Francia quedan ya pocas dudas

SCIAMMARELLA

Con Nicolas Sarkozy, da la impresión de que uno nunca está seguro. Aunque el punto de vista varía en función de dónde viva cada uno. En Francia quedan ya pocas dudas. Si queremos saber hasta qué punto gran parte del país siente antipatía por su presidente, todo lo que se diga es poco. En realidad, "antipatía" se queda corto: hay una intensidad de odio, una aversión fría y feroz, que llama la atención. Existen varios motivos. Uno es la decepción: "No es fácil recordar ahora las esperanzas que tantas personas depositaron" en el exministro del Interior, un hombre seguro de sí mismo y directo, que subió las escaleras del Elíseo en 2007 como el presidente más popular de la Quinta República, según un veterano diplomático francés. Sarkozy había prometido la «ruptura», sacudir el país, deshacerse de lo que lo retenía, ayudar a que el esfuerzo sirviera para prosperar, y Francia, harta de la conmiseración y el inmovilismo, se lo tragó. Ahora, hasta los más leales parecen resentidos por lo poco que ha conseguido. El mayor logro del presidente ha sido elevar la edad de jubilación de los 60 a los 62 años. 

Pero, sobre todo, el que irrita es el propio Sarkozy. Simplemente, "no les parece que tenga lo que se supone que deben tener los presidentes franceses", dice Xavier Rolland, analista de política exterior. Los presidentes franceses deben ser altos, dignos, reflexivos, refinados y distinguidos. Con conciencia estética y dignos de aplauso intelectual. Fuera de Francia, las percepciones son distintas. Sabemos cómo le ven en su país y lo sabemos desde seis meses después de que tomara posesión, que –tras la hortera fiesta postelectoral, las ostentosas vacaciones en el yate de 60 metros del amigo billonario y la bochornosa foto en Euro Disney con la glamurosa novia nueva– es más o menos el tiempo que tardaron muchos de los votantes que le habían respaldado –ganó con un 53%– en darse cuenta de que quizá se habían equivocado.

Todas esas cosas, al menos para muchos británicos, resultan divertidas. (Por supuesto, son divertidas en la medida en que las conocemos: lo que la mayoría de los británicos sabe de Nicolas Sarkozy es que lleva alzas en los zapatos, está casado con Carla Bruni, tiene una gama de expresiones faciales realmente extraordinaria incluso en comparación con otros franceses y hace poco mandó callar a David Cameron). Por el contrario, si se pregunta a quienes le han visto trabajando (diplomáticos, políticos, analistas…) ofrecen una imagen distinta. Estas personas emplean calificativos como metódico, estratega, reflexivo, decidido, eficiente. "Entiende enseguida las cosas", "absorbe deprisa las informaciones", "sabe explicar bien su postura" (y destruir la del contrario). Además de emotivo, impetuoso, "difícil de convencer" y "muy francés". Pero eso es de esperar.

En el escenario internacional, dice Robin Niblett, director del think-tank especializado en política exterior Chatham House, Sarkozy tiene muy claros «los intereses nacionales de Francia, es despiadado cuando lo necesita para conseguir sus objetivos y, desde luego, tiene una cabeza estratégica». Ni siquiera sus logros en política nacional, afirma Niblett, son tan despreciables como dicen los franceses. Es cierto que da la impresión de “estar luchando siempre para ser más de lo que la gente cree que es”. Y lo que ha conseguido --reforma de las universidades y de las pensiones, mitigar los peores efectos de la semana de 35 horas, un tratamiento fiscal favorable para la I+D, ayuda a las inversiones extranjeras-- es mucho menos de lo que había prometido en campaña y de lo que Francia necesita. Pero, aunque “no hay nada radical”, dice Niblett, “es como Obama con la sanidad. Ha puesto las cuestiones sobre la mesa”.

Un veterano diplomático británico que reconoce los problemas que plantea en ocasiones el carácter impulsivo de Sarkozy, elogia, no obstante, su pragmatismo: “Si uno le dice, no ‘Mira, Nicolas, eso es totalmente inaceptable’, sino ‘Mira, Nicolas, esta es la realidad política de mi país y eso significa que no podemos hacer lo que propones’, él se apresura a contribuir para dar con una solución que sea aceptable para las dos partes y permita llegar a un acuerdo”. En Europa, y pese al enfrentamiento público con Cameron en el mes de diciembre, muchos actores y observadores británicos creen que, a lo largo de este año de crisis, Sarkozy ha jugado con bastante habilidad unas cartas cada vez más débiles. “Está en una posición muy difícil”, dice Charles Grant, del Centro para la Reforma Europea. “Por primera vez en la historia de la UE, Francia no maneja las cuerdas”. Alemania, dice Grant, quizás “ha ganado la mayor parte de los debates fundamentales” apoyándose en un sistema más basado en las normas. Pero, como destaca Niblett, Sarkozy ha sabido aprovechar la inquietud de Alemania por el destino del euro para lograr “ciertos avances en los objetivos históricos de Francia: más gobernanza económica de Europa, la armonización de los impuestos de sociedades, el control de los peores excesos en el sector de servicios financieros, tal vez un impuesto de Robin Hood. En ese sentido, sí es un estadista”.

En el Foreign Office (el Ministerio de Exteriores británico), el presidente francés obtiene grandes alabanzas por haber abandonado “todos los viejos prejuicios gaullistas contra los anglosajones”. Los primeros ministros británicos, en general, han tenido “unas relaciones buenas, dinámicas, eficaces y de diálogo” con Sarkozy, comentan los máximos responsables. A Blair le caía bien; Brown se llevaba “excepcionalmente bien” con él. Hay más políticos que tienen opiniones positivas. Denis MacShane, ministro de Asuntos Europeos de Blair, describe a Sarkozy como “un hombre vehemente y lleno de energía” que “me daba con el dedo en el hombro para subrayar un argumento, pero verdaderos golpes”; y que obtenía resultados, ya cuando era ministro del Interior. En aquella época, el campo de refugiados de Sangatte era el único asunto polémico en las relaciones anglofrancesas. Dice MacShane: “Sarkozy se reunió con [el ministro del Interior británico] David Blunkett. Visitó Sangatte. Vino, vio y cerró. Quizá fue un acto más simbólico que otra cosa, pero, aun así.. Resolvió nuestro problema”. (Mucho menos entusiasta, Chris Bryant, que después sería parlamentario y ministro de Asuntos Europeos con Gordon Brown, recuerda ocasiones de “una intransigencia notable” y que “todo se hacía siempre en el último minuto”.)

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Tal vez era una táctica. Otros observadores de fuera de Francia mencionan como ejemplos del pensamiento estratégico y a largo plazo de Sarkozy su empeño en “volver a llevarse bien” con Estados Unidos, su decisión de que Francia regresara a la estructura militar de la OTAN y su constante respaldo de la colaboración anglofrancesa en materia de seguridad y defensa. Una intervención anterior, cuando obtuvo el alto el fuego en Georgia en 2008 mientras Francia ocupaba la presidencia de turno, fue “casi churchilliana”, se atreve a decir Niblett. “Allí la estrategia tuvo menos que ver; la situación evolucionaba con toda rapidez. Pero se vio el empeño en intervenir, hacer algo y llegar hasta el final. Aprovechó el momento”. Más recientemente, también fue Sarkozy quien tomó todas las primeras decisiones sobre Libia: se atrevió a asumir una postura pragmática, aunque impulsiva, al reconocer a los rebeldes, venció la resistencia de Estados Unidos a involucrarse, envió aparatos a sobrevolar terreno libio antes que cualquier otro país, suministró armas y convocó dos cumbres en el Elíseo. “Fue audaz y le salió bien”, afirma un alto funcionario.

Los líderes nacionales, muchas veces, tienen una imagen diferente más allá de sus fronteras. Para gran parte del mundo, Gordon Brown siguió siendo un personaje importante y muy respetado mientras en Gran Bretaña vivía ya una salida humillante del poder. Nicolas Sarkozy, el más ambiguo de los políticos, no es Talleyrand. Pero quizá es más de lo que los franceses le atribuyen.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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