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Egoísmo de náufragos: por qué somos cada vez más individualistas

Abuso de la palabra libertad, culto al éxito personal, relaciones líquidas: florecen las filosofías individualistas extremas al tiempo que ‘influencers’ ultraliberales despliegan sus ideas contra lo comunitario, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Egoísmo Individualismo
Nicolás Aznárez
Sergio C. Fanjul

Aleister Crowley, el ocultista británico, fue un tipo muy raro. Fundó la religión de Thelema: sus miembros practicaban orgías sagradas, ritos sincréticos o la experimentación mística con drogas. Fallecido en 1947, causó hechizo en sus seguidores, mientras que entre sus adversarios solo causó escándalo y rechazo. Se hacía llamar La Bestia 666 y fue tildado por la prensa de la época como “el hombre más malvado del mundo”. Su máxima filosófica, recogida en El libro de la ley, fue la siguiente: “Haz lo que quieras será toda tu ley”.

El delirante Crowley, convertido en icono pop, fue exponente destacado de las corrientes más individualistas que, si bien tenían raíces anteriores, se fortalecieron durante el siglo XX y lo siguen haciendo en el XXI. Así lo considera el ensayista John Higgs en su libro Historia alternativa del siglo XX (Taurus): “En la filosofía del individualismo el centro es el yo, y el yo tiene prioridad sobre la sociedad”. Tal y como pensaba Crowley.

Vivimos cierta hiperinflación en la ideología individualista provocada no solo por el dogma económico dominante desde los años ochenta, que pone el acento en la iniciativa privada y la responsabilidad individual, y que impregna todos los ámbitos de la sociedad, sino también por la revolución en las tecnologías digitales. Estos ingenios, si bien hacen mucho para conectarnos, también generan conexiones débiles, debilitan la interacción física y facilitan el aislamiento.

Muestras de individualismo son el abuso de la palabra libertad, el énfasis en el éxito personal, la búsqueda de la singularidad o la liquidez de las relaciones sentimentales. También la baja natalidad y la proliferación de hijos únicos: en 2021, según Eurostat, solo nacieron 1,19 niños por mujer en España, una cifra cada vez más baja. También el número de personas que viven solas: el 27% de los hogares en 2021 según el Instituto Nacional de Estadística, un 20% más que un decenio antes. O la epidemia de soledad no deseada: un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) muestra que un 25% de las personas mayores en Europa están solas, pero no quieren estarlo.

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Nuestra pasión está en nuestras vidas, trabajos y consumo, más que en el bien común”
Danilo Martuccelli

Y la actual preocupación por las identidades es paradójica: por un lado, nos hace sentirnos afiliados a colectivos, pero también está basada en la reivindicación de la propia diferencia.

Las filosofías individualistas extremas florecen por internet, ya sea en forma de gurús de la cultura de la competición y el esfuerzo individual (véase el casi paródico triunfador Amadeo Lladós, odiador de “gordos” y “mileuristas”), como de influencers ultraliberales contrarios a lo público y abominadores de los impuestos, afines, por ejemplo, al presidente argentino, Javier Milei. Si bien el término individualismo ha sido utilizado tradicionalmente como peyorativo, ahora aparecen corrientes que lo reivindican como una virtud.

Un problema estructural, no cultural

“Odio sonar como un viejo marxista”, dice Richard Sennett por videollamada, “pero el individualismo no es una inocente categoría cultural, su fundamentación está en la economía”. Según el sociólogo estadounidense, autor de obras como La corrosión del carácter o El declive del hombre público (ambos, en Anagrama), la cosa también va por clases. Las élites no son individualistas, predomina cierto corporativismo y en ocasiones se dice que la clase alta es la que tiene mayor conciencia de clase y se organiza mejor para defender sus derechos. El individualismo se promueve entre las clases medias y bajas, donde las nuevas formas de trabajo ofrecen pocas experiencias sociales y fomentan la competición. El auge del individualismo está asociado al auge de los trabajos de oficina y las profesiones liberales, menos dados a la unión de los trabajadores que el tradicional trabajo industrial, según encontró un estudio de las universidades de Waterloo (Canadá) y Arizona (EE UU).

“La modernización y el auge del capitalismo fueron en detrimento de lo comunitario”, explica la filósofa Carolina del Olmo, autora de ¿Dónde está mi tribu? (Clave Intelectual). Lo ejemplifica con la disminución de las relacionales sociales densas: desde la transformación de la vida de pueblo (con todos sus inconvenientes) en la vida urbana hasta la sustitución de la familia extensa por la familia nuclear moderna, pasando por el trabajo estable que se torna en precariedad y cambio constante. Del Olmo observa esta disolución de lo social especialmente en la crianza: donde antes se criaba entre muchos miembros de la familia extensa e incluso vecinos circundantes, ahora los padres (más en concreto, las madres) tienen que echarse la crianza a la espalda o externalizar los cuidados a terceros. Pero, como dice un proverbio africano, para criar un niño hace falta toda una tribu.

Si bien en algunas sociedades antiguas, como la democracia ateniense o la república romana, la condición de ciudadano, aunque era restringida, implicaba la participación en la vida pública, en las sociedades individualistas contemporáneas priman los intereses personales. En España se observa que, aunque la política sea el entretenimiento nacional, la afiliación a los partidos y sindicatos es baja, igual que es modesto el asociacionismo, ya sea en asociaciones políticas o sociales como culturales o de ocio. La tasa de asociacionismo es del 25% frente al 43% de la media europea. Baja en comparación con otros países del entorno como Francia (51%) o Alemania (48%), según un informe de la Fundación BBVA de 2019. Los países nórdicos tienen tasas muy altas, como Dinamarca (92%) o Suecia (83%), según otro informe de la misma entidad de 2013.

“Poner al individuo en el centro dio pie a las declaraciones de derechos humanos”
Victoria Camps

“Todos los actores de las sociedades modernas, quien más, quien menos, somos individualistas”, explica por correo electrónico Danilo Martuccelli, sociólogo de la Universidad de París; “es evidente que nuestras pasiones están más en nuestras vidas, en nuestros amigos, en nuestras ocupaciones, en nuestras pasiones de consumo cultural que en el bien colectivo o político”. El compromiso con los asuntos de la polis es muchas veces demasiado pesado para ser compatible con la exploración de la libertad y la búsqueda de experiencias.

“La gran incertidumbre asociada a la vida individualista acaba llevando a una personalidad más marcada por una suerte de egoísmo de náufrago”, dice Del Olmo; “cuando no tienes una red de apoyo y más frágil eres, más instintiva es la reacción de salvar tu propio culo”. El consumismo colabora “como una escuela de personalidad muy individualista y egocéntrica. Esa manera de estar en el mundo en la que puedes ir eligiéndolo todo, como si todo fueran productos para el carrito del supermercado”.

Del Renacimiento a la posmodernidad

El individualismo es una postura paradójica. En sus comienzos significó un progreso para las sociedades y contribuyó a la superación del Antiguo Régimen. Poner el foco en el individuo permitió la conquista de las libertades y la construcción de las democracias liberales. Pero las tensiones entre lo individual y lo colectivo son inherentes a la experiencia humana y siguen inevitablemente en el corazón de los debates. ¿Cuántos impuestos debemos pagar? ¿Cuánto deben abarcar los servicios públicos? ¿Cuál es mi responsabilidad en los problemas medioambientales? El individualismo exacerbado, tal como se propone en la actualidad, puede llevar a la atomización y desgarro de la sociedad.

“Poner al individuo en el centro del pensamiento moral y político, cosa que ocurrió a partir del Renacimiento, dio pie, por ejemplo, a las distintas declaraciones de derechos humanos fundamentales”, explica la filósofa Victoria Camps, autora, entre otros, de Paradojas del individualismo (Crítica). El objetivo de lo colectivo se fijó en lograr la realización igualitaria de todos los individuos. La paradoja que propone Camps reside en que la libertad individual llegó con otros problemas: “Cada vez es más difícil usar esa libertad”, añade la pensadora.

El humanismo renacentista, pues, suele citarse como un origen del individualismo, aunque el poeta inglés John Donne, escribiera por entonces aquello de que “ningún hombre es una isla”. Ese individualismo fue respaldado posteriormente por la Ilustración y la Revolución Francesa, donde, al abolirse los privilegios, (casi) todos los seres humanos son individuos iguales en sus derechos. A partir de ese sustrato se construyen las nuevas sociedades. El liberalismo clásico propone libertad individual, limitación del poder del Estado, propiedad privada. Adam Smith hizo hincapié, por ejemplo, en la conveniencia de la persecución del interés propio para lograr el bien común, mediante la intervención de la “mano invisible” del mercado. El término individualismo, según el consenso aceptado, surge a principios del siglo XIX, al mismo tiempo que socialismo.

Tras la Segunda Guerra Mundial se establece el Estado de bienestar, alimentado por vientos socialdemócratas, que logró un mayor equilibrio entre la responsabilidad individual y la solidaridad colectiva. “Se otorgaron derechos sociales que ‘desmercantilizaron’ ciertas prestaciones o seguros, lo que permitió una profundización del individualismo. ‘Libres’ de ciertos temores, como el desempleo, la enfermedad o la vejez, los individuos se sintieron más libres en la elección de sus obligaciones sociales. La familia, los amigos, la comunidad fueron percibidos como menos ‘esenciales’ para la propia sobrevivencia”, dice Martuccelli. Paradójicamente, el Estado social fue clave para el aumento del individualismo. También la contracultura de los años sesenta, de corte izquierdista radical, promovió un tipo de individualismo creativo que está en el corazón de la ideología de Silicon Valley y los estilos de vida promovidos por el neoliberalismo.

“La desigualdad fomenta el individualismo de la clase media”
Richard Sennet

Solo en la bolera es la traducción del poético título Bowling Alone, obra del sociólogo Robert D. Putnam: durante los años ochenta se registró en Estados Unidos un declive del juego en común a los bolos. La gente jugaba sola. Los patrones de sociabilidad estaban cambiando. Putnam publicó este ensayo en 2000 denunciando desde el título la debilitación de los lazos comunitarios. Para el autor, esa falta de interacción social ponía en peligro la democracia. “Alexis de Tocqueville, cuando escribió La democracia en América a principios del siglo XIX, asumió que el individualismo y la igualdad iban de la mano, pero se ha comprobado que no es así”, apunta Sennett. En los Estados Unidos del silgo XX el individualismo siempre encontró suelo fértil y sigue poniendo el carril por el que avanzan los demás países occidentales. Ahí hizo carrera Ayn Rand, la novelista rusoestadounidense creadora del objetivismo, partidaria de un individualismo radical, que rayaba en la celebración del egoísmo (no tienen por qué ser sinónimos) y el triunfo de los más fuertes. “Rand no creía que la preocupación por el bienestar de los demás tuviera que suponer un límite para la libertad personal”, escribe Higgs. En su teoría se inspiró también la religión satanista de Anton LaVey, que la consideraba algo así como “Ayn Rand con adornos”.

Además de a ciertos satanistas, Rand inspiró a las corrientes más neoliberales: uno de sus seguidores más cercanos fue Alan Greenspan, que llegó a presidente de la Reserva Federal estadounidense. El neoliberalismo, en principio una corriente casi subterránea promovida por la pequeña Sociedad Mont Pelerin y un puñado de economistas austriacos, acabó imponiéndose en los años ochenta, cuando Reagan y Thatcher llegaron al poder y dieron carpetazo a la hegemonía socialdemócrata. Fomentaron la iniciativa y la responsabilidad individual, con un rechazo cerval a lo colectivo.

La soledad en el Starbucks

“La desigualdad entre los de arriba y los de abajo ha fomentado el individualismo de los del medio”, dice Sennett. Lo percibe en las cafeterías de la cadena Starbucks: si el café clásico era un lugar para socializar, en estos lugares se suele abrir el ordenador para perderse en sus entretelas. También en los centros de las grandes ciudades devoradas por el turismo, que ya no están dispuestas para la vida social, sino para el negocio. “Nuestras redes sociales cada vez son más cortas e íntimas, solo nos relacionamos con los familiares o amigos más cercanos”, añade el sociólogo.

La terraza de un Starbucks en Kobe, Japón, un domingo de agosto de 2022.
La terraza de un Starbucks en Kobe, Japón, un domingo de agosto de 2022.Soichiro Koriyama ( BLOOMBERG )

Lo comunitario se reivindica en estos tiempos disgregados por los nacionalismos, que, frente a las sociedades cada vez más atomizadas, proponen un sentimiento de pertenencia a la nación. La extrema derecha reivindica visceralmente valores tradicionales como la familia y la patria. Desde la izquierda se sigue haciendo hincapié en la necesidad de sostener lo público y lo común lejos de la jungla de la competición y el mercado. Las condiciones del futuro pueden mover el péndulo hacia un lado: el pensador francés Bruno Latour creía que la amenaza del cambio climático, del que no podemos protegernos solos, llevaría a nuevas formas de comunidad. En la última pandemia, sin ir más lejos, ya se experimentó un reflujo de lo colectivo: el coronavirus hizo evidente la íntima conexión entre todos los terrícolas.

“Otra forma de reivindicar la comunidad”, dice Camps, “sería el republicanismo bien entendido: preocuparse de la res pública y tomar conciencia como ciudadanos”. ¿Cómo lograr el equilibrio entre lo individual y lo colectivo? Es una pregunta de difícil respuesta. “Muchos debates actuales (socialismo versus liberalismo, colectivismo versus libertarismo, justicia social versus responsabilidad individual) son variantes de esta tensión fundamental. Salvo posturas extremas, las sociedades buscan cócteles entre ambos principios”, concluye Martuccelli. La tarea fundamental de la política en las sociedades contemporáneas es, precisamente, establecer un equilibrio aceptable entre lo individual y lo colectivo. Entre el yo y el nosotros.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.
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