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¿Es posible apreciar la obra de un ‘monstruo’? Mi compleja relación con la obra de Polanski

La atracción de la crítica Claire Dederer hacia las películas del director franco-polaco la llevaba a cuestionar su propio feminismo. Hasta que captó que la biografía del autor extiende una nueva tonalidad sobre nuestro juicio

Claire Dederer Polanski
El director de cine Roman Polanski en el rodaje de 'El pianista', en mayo de 2001, en Varsovia, Polonia. Wojtek Laski ( Liaison/ GETTY IMAGES )

He llamado “monstruos” a esos hombres y el resto del mundo lo ha hecho también. Pero ¿qué quería decir esa palabra?

Había ciertas cosas que me gustaban de ella: es una palabra descarada, varonil, testicular, antigua. Es una palabra peluda, con dientes. Es una palabra que significa “algo que no te gusta”. Para el diccionario es algo terrorífico, algo gigantesco, algo magnífico (“un monstruo de las tablas”). (…)

[Pero] la palabra “monstruo” parecía cada vez más complicada y, al mismo tiempo, demasiado simple, demasiado fácil. Empecé a rebelarme contra las restricciones de la palabra y contra la manera en que (como un monstruo) se cargaba los matices. Un monstruo, en ese sentido, es otra cosa. Un monstruo no soy yo, ni somos nosotros. Ser un monstruo implica que la persona en cuestión es tan horrible que nunca podríamos ser como ella. Como él.

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Durante esa primera y amarga temporada del #MeToo, cuando las víctimas se apoyaban entre ellas para hacer acopio de fuerzas y formulaban sus acusaciones, desfiló por la plaza pública una procesión de monstruos en apariencia interminable. Empezamos a ver (aunque siempre lo habíamos sabido) que esos hombres estaban en todas partes. Eso quería decir que sus víctimas también estaban en todas partes. Cuanto más pensaba en las hordas de víctimas silenciosas e invisibles, más me daba cuenta de que la palabra “monstruo” pone el foco en el lugar equivocado. “Monstruo” mantiene el foco sobre ellos, sobre la megafauna carismática que aspira todo el aire. Sería fácil hacer una lista de todos los monstruos y de todas las cosas horribles que hicieron, pero ¿de qué serviría? ¿Llamarlos monstruos, escribir sobre su monstruosidad y enumerar sus monstruosos pecados no era acaso una forma de hacer que siguieran estando en el centro de la historia?

Yo misma era culpable de ello; al fin y al cabo, era yo la que seguía volviendo a Polanski una y otra vez. Lo usaba como una especie de hombre de paja en mi último libro y volvía a dar vueltas a su alrededor en este, convirtiéndolo en mi monstruo.

El feminismo que yo conocía era un feminismo que buscaba defectos. Que señalaba. J’accuse. Tal como yo lo entendía, había dos formas de ser: podías ser una feminista que llamaba monstruos a los hombres, o podías ignorar el problema. Yo me consideraba una feminista, pero al mismo tiempo tenía la sensación incómoda de que el señalamiento no lo era todo. Ese feminismo que denunciaba, que castigaba, empezaba a parecer una trampa. Mi feminismo, que era, en esencia, una ideología liberal, empezaba a entrar en conflicto con mis ideas políticas, cada vez más escoradas a la izquierda, con mi deseo creciente de ampliar el foco para ver dónde y cómo confluye el poder material. Esas dos mitades de mi yo político no acababan de estar a gusto la una junto a la otra. En cualquier caso, llamar monstruo a alguien no solucionaba el problema de qué hacer con su obra. Yo podía denunciarlo a él cuanto quisiera, pero la obra de Polanski seguía atrayéndome. Esa atracción insistente —y mi incapacidad para dejar de lado la obra— trastocaba la idea que tenía de mí misma. Hacía que yo —y no solo yo— cuestionara mi propio feminismo.

Me había preguntado, al principio, qué debíamos hacer con las obras de las personas monstruosas. Pero, al pensar un poco más en ello, me di cuenta de que lo que buscaba no era que alguien me prescribiera lo que debía hacer. He publicado dos libros de memorias, lo que me convierte, supongo, en una memorialista, aunque esa es una etiqueta muy incómoda. Como memorialista, he luchado durante años por separar la prescripción de la descripción. Las buenas memorias describen la vida de quien las escribe; no le dicen al lector lo que hacer con su propia vida. Me di cuenta de que ese mismo impulso operaba aquí: me interesaba más diseccionar el problema que hallar para él una solución inequívoca. ¿Qué es lo que ocurre cuando consumimos esa obra?

La palabra “monstruo” no aguanta bien frente a una curiosidad desapasionada como esa, frente a un deseo así de entender. Empieza a parecer un poco tonta o exagerada. O, digámoslo todo, histérica. Y nadie es únicamente un monstruo, claro. Las personas son complejas. Llamar a alguien “monstruo” es reducirlo a un solo aspecto del yo. (…)

Me di cuenta de que, para mí, en todos aquellos años dedicados a pensar en Polanski, a pensar en Woody Allen, a pensar en todos esos hombres complicados que me gustaban, la palabra había adoptado un significado nuevo. Quería decir algo más matizado y algo más elemental. Quería decir “alguien cuya conducta altera nuestra capacidad de entender la obra por sí misma”.

Un monstruo, en mi cabeza, era un artista al que no se lo podía separar de algún aspecto turbio de su biografía. (Puede que sirva también para los aspectos luminosos. Quizá haya monstruos buenos. Pero parece poco probable, o al menos muy poco frecuente).

Los límites de la palabra “monstruo” se me hicieron evidentes al intercambiar mensajes un día con un amigo, historiador y crítico musical, sobre el problema de Michael Jackson. Él dijo (en un lenguaje de mensaje telegráfico que me pareció elegante): “Ahora mismo estoy intentando hacer el cálculo estéticomoral con relación a la música de MJ [Michael Jackson]. Por ejemplo, ¿está bien escuchar a los Jackson 5? Oh, pero, en un sentido distinto, en aquello hubo también abuso y explotación infantil, y del propio Michael. ¿Y qué pasa con la época de Don’t Stop ‘til You Get Enough y Rock With You? Él no debía de estar haciendo nada entonces, ¿no? ¿O la mancha tiene efectos retroactivos? En la práctica imagino que será difícil resistirse al tirón de la música cuando la oigas estando por ahí, como pasa con las películas de Polanski”.

Esa imagen de la mancha se apoderó de mi cerebro de inmediato (era una imagen especialmente adecuada en el contexto de Michael Jackson y la antimancha blanqueada de su piel). La palabra “monstruo” es como una maleta llena de rabia: la rabia que lleva a pronunciarla, la rabia con la que la escucha ya sea un amigo o enemigo o el monstruo en cuestión. La mancha vuelve a ser otra cosa. La mancha es simplemente triste. Indeleblemente triste. Nadie quiere que aparezca una mancha. La mancha ocurre.

Me acordé del mensaje de mi amigo crítico sobre Michael Jackson un par de semanas después, cuando, desayunando en una cafetería, empezó a sonar I Want You Back, de los Jackson 5. Bailoteé un poco en mi taburete, no pude evitarlo. Era justo como él había dicho: costaba resistirse al tirón de la música flotando en el aire. Y, al mismo tiempo, había algo que estropeaba el momento. Mientras ensartaba plácidamente pastelitos de patata con el tenedor, tenía, de algún modo, la sensación de que algo horrible estaba pasando.

Así es como funciona la mancha. La biografía añade un matiz a la canción, que a su vez la añade un matiz al instante luminoso de la cafetería. No lo decidimos nosotros ese matiz. No decidimos nosotros la mancha. Ya es demasiado tarde. Lo impregna todo. Nuestra forma de entender la obra ha adquirido una nueva tonalidad, nos guste o no.

La mácula de la obra es menos una decisión filosófica que una cuestión de pragmatismo, o de simple realidad. Por eso la mancha es una metáfora tan poderosa: es repentina, es permanente y, sobre todo, es inexorablemente real. La mancha es algo que simplemente aparece. La mancha no es una elección. La mancha no es una decisión que tomamos. La indelebilidad no es voluntaria. Cuando alguien dice que tenemos que separar la obra del artista, lo que nos está pidiendo es que eliminemos la mancha. Que dejemos a la obra inmaculada. Pero no es así como funcionan las manchas.

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