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Para hablar de Dios después de Auschwitz, hay que escuchar las palabras de Simone Weil

La pensadora de origen judío, víctima de la persecución nazi, experimentó la vivencia religiosa y el ateísmo. El historiador Josep Otón analiza su legado en un nuevo libro, del que ‘Ideas’ publica un extracto

El papa Juan Pablo II atraviesa las puertas de Auschwitz el 6 de julio de 1979 para ver la celda en la que murió el sacerdote Maximilian Kolbe, que se sacrificó por otro hombre.
El papa Juan Pablo II atraviesa las puertas de Auschwitz el 6 de julio de 1979 para ver la celda en la que murió el sacerdote Maximilian Kolbe, que se sacrificó por otro hombre.Bettmann

Una voz de mujer joven y judía, la de Simone Weil, habla del encuentro y de la ausencia, de la revelación y del silencio de Dios en una época de desconcierto. En Literatura del siglo XX y cristianismo, Charles Moeller incluye el análisis del pensamiento de Simone Weil en el primer tomo de su obra, subtitulado El silencio de Dios. Aludiendo al existencialismo sartreano, afirma: “Silencio de Dios: otra expresión para significar la absurdidad del universo. ¿Será el hombre una ‘pasión inútil?”.

Dos aspectos concurren para revestir las palabras de Weil de una autoridad especial: su trayectoria vital está inmersa en el contexto de la II Guerra Mundial, a la sombra de Auschwitz, y su reflexión sobre el hecho religioso, a pesar de su sólida formación filosófica, se fundamenta en la experiencia personal.

La II Guerra Mundial no fue un conflicto bélico más de los que haya sufrido la humanidad. Durante los años cuarenta, se puso de manifiesto cómo la misma direccionalidad de la historia que auguraba un futuro de progreso y de bienestar podía conducir a la autodestrucción. Posibilidad que, una vez acabada la contienda, no ha desaparecido del panorama internacional. Los desastres de la II Guerra Mundial hicieron patente cómo el avance técnico no siempre va acompañado de un desarrollo ético capaz de garantizar de manera contundente los derechos de los seres humanos. Las palabras de Weil son un testimonio de ese momento que, aún hoy, puede conmover las conciencias, demasiado instaladas, tal vez, en la comodidad de dejarse llevar por el curso de la historia y por una excesiva confianza en el mito del progreso.

Como otras mujeres de origen judío —Hannah ­Arendt, Edith Stein, Ana Frank, Etty Hillesum—, Simone Weil fue víctima de la persecución de los nazis. Con la entrada de las tropas alemanas huyó de París, y después de Francia, para evitar caer en manos de la Gestapo. Tuvo que buscar refugio en Estados Unidos y en Inglaterra. Asimismo, se sintió represaliada por su origen étnico al no serle concedida la readmisión en el cuerpo de profesorado de secundaria. Su prematura muerte le impidió conocer hasta dónde llegaron las atrocidades del régimen hitleriano.

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Respecto a la cuestión religiosa, Weil no habla ni de la creencia ni de la descreencia desde el vacío, desde la especulación teórica fundamentada en la lectura y los silogismos. Parte de la realidad, mejor dicho, de su experiencia de la realidad. Sus palabras brotan de la propia experiencia, tienen el valor del testimonio, robustecido por la lectura y la reflexión. Por tanto, Simone Weil habla con la autoridad de aquel que ha visto y oído. Porque ella ha experimentado, además de la vivencia religiosa, el ateísmo. Tiene autoridad para hablar del encuentro con Dios, pero también de su ausencia, vivida tanto desde el agnosticismo como desde la fe. Haber experimentado el silencio de Dios desde estas dos vertientes hace que sus palabras resulten verosímiles.

Simone Weil se deja interpelar por la ausencia de Dios y somete esta vivencia a su poderosa capacidad de análisis. Es un tema omnipresente en sus escritos, en concreto en los elaborados durante la segunda etapa de su vida, después del contacto con el catolicismo. Desde la experiencia que la acerca al cristianismo, no elude la escabrosa pregunta por el silencio de Dios, aunque pueda hacer tambalear su incipiente fe. No se evade del problema, refugiándose en certezas incuestionables. Lo afronta con valentía.

En un mundo sumido en el ruido, donde los gemidos de las víctimas quedan ahogados por los gritos de victoria de los vencedores, Weil se siente profundamente interpelada por el silencio de Dios. En sus escritos se encuentran confesiones sobrecogedoras que ponen de manifiesto esta inquietud ante la falta de respuesta:

“Cuando en el propio fondo de nuestras entrañas sentimos la necesidad de un ruido que diga algo, cuando gritamos para obtener una respuesta que no se nos concede, entonces llegamos a tocar el silencio de Dios. De costumbre nuestra imaginación pone palabras en los ruidos, como cuando se juega perezosamente a ver formas en el humo. Pero cuando nos encontramos muy agotados, cuando ya no tenemos valor para seguir jugando, entonces necesitamos palabras de verdad. Gritamos para conseguirlas. El grito nos desgarra las entrañas. No obtenemos más que silencio”.

La experiencia religiosa no la ha convertido en una apologeta, inflexible defensora de los ideales cristianos. Al contrario: no renuncia nunca a su espíritu crítico. Sigue comprometida con la búsqueda de la verdad, sin aceptar respuestas poco convincentes para su poderosa inteligencia. Constantemente buscará nuevos autores, nuevos puntos de vista, nuevos planteamientos para enriquecer su reflexión.

Tampoco aborda el silencio de Dios como un reto académico, seducida por un problema de lógica que pone a prueba su intelecto y la hace competir con otros especialistas. Afronta la pregunta con plena implicación vital y con absoluta consciencia de la relevancia de un tema que desafía tanto su fe como su condición humana.

La falta de respuestas por parte de Dios resulta especialmente terrible en determinadas situaciones históricas como las que ella vive, presididas por la tragedia de Auschwitz. Espoleada por el contraste entre los ruidos de la injusticia y el enmudecimiento de Dios, se ve obligada a replantearse quién es ese Dios y cómo es. Por ello, reconoce que un individuo que haya visto a su familia maltratada y asesinada, y que haya sido sometido a tortura en un campo de concentración, si alguna vez hubiera creído en la misericordia de Dios, después de esa horrible experiencia, o bien dejaría de creer, o bien la concebiría de una manera muy distinta.

Convencida de que su época no ostenta el monopolio de la crueldad, también plantea el ejemplo de otro ­Auschwitz, el genocidio de los indígenas americanos del siglo XVI que fueron exterminados por los colonizadores europeos. Si bien ella no había sufrido este tipo de desgracias, conocía de su existencia y, por tanto, debía aspirar a una concepción de la misericordia divina más estable, que no desapareciera ni cambiara con las fluctuaciones de la historia, que fuera independiente de las vicisitudes del destino y que pudiera ser transmitida a cualquier ser humano y no solo a aquellos que han tenido la suerte de escapar de tales formas de injusticia y de sufrimiento.

Si se aspira a hablar de Dios después de Auschwitz, hay que escuchar las palabras de Simone Weil; palabras más o menos acertadas, que revelan una experiencia vivida desde la autenticidad. Se ha escrito mucho sobre ella y mucho ha sucedido en el mundo después de su muerte, pero la obra de Weil no ha desaparecido ni se ha olvidado, contrariamente a lo que ella, durante el exilio en Londres, confesaba que temía que sucediera:

“Tengo una especie de certeza interior creciente de que hay en mí un depósito de oro puro que es para transmitirlo. Pero la experiencia y la observación de mis contemporáneos me persuade cada vez más de que no hay nadie para recibirlo. (…) En cuanto a la posteridad, de aquí a que haya una generación con músculo y pensamiento, los libros y los manuscritos de nuestra época ya habrán, sin duda, materialmente desaparecido”.

Josep Otón (Barcelona, 1963) es doctor en Historia. Este texto es un extracto de ‘Simone Weil: El silencio de Dios’, de la editorial Fragmenta, que se ha publicado esta semana, el 23 de junio.

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