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De la ambición al sexo e incluso al canibalismo: por qué ahora contamos tantas historias de mujeres hambrientas

En ficciones como ‘Yellowjackets’, ‘Canina’, ‘Crudo’ o ‘Hasta los huesos’, la imagen de personajes femeninos con un apetito desaforado se ha convertido en una seña de nuestra cultura

Escena de la serie de televisión ‘Yellowjackets’

“¿Comer o no comer?” parece ponderar, mirando silenciosamente una oreja recién cortada, el personaje de Shauna (Sophie Nélisse) al inicio de la segunda temporada de Yellowjackets (Movistar +). En concreto, la oreja de la que había sido su mejor amiga, muerta tras sucumbir a la primera helada invernal. Permiso de spoilers: al final, se la come, y a la oreja le sigue todo lo demás, una bacanal en la que Jackie (Ella Purnell) es devorada por entero por un grupo de jóvenes hambrientas que se rinde a un apetito incontrolable, delirante y explosivo. Los fans de la serie, que bate récords de audiencia en Estados Unidos (el estreno de la nueva temporada ya es el más visto de la historia de su cadena de origen, Showtime), celebraban en redes que sus protagonistas, un grupo de chicas que ha de subsistir en el bosque tras sobrevivir a un accidente de avión, por fin consumasen el hecho prohibido alrededor del que toda la premisa caminaba de puntillas. Refiriéndose cariñosamente a ellas como “nuestras caníbales”, y con la sombra de la Expedición Donner-Reed en mente (los creadores de la serie, Ashley Lyle y Bart Nickerson, se inspiraron en este caso real de supervivencia en las montañas de Sierra Nevada, en California, en 1846, donde los varados se vieron abocados al canibalismo), todo el mundo parecía estar esperando ese primer bocado.

Este ambiente celebratorio de un hambre ambigua, entre monstruosa y libidinal, repelente y atractiva, no responde a un accidente o un caso aislado: el hambre femenina se está configurando como uno de los centros de la nueva bildung, motor de los relatos de crecimiento que proliferan en nuestra cultura visual, sirviendo a creadoras y creadores para hablar, por ejemplo, de las transformaciones que experimentan las mujeres en su transición a la edad adulta. Es el caso de Hasta los huesos (Luca Guadagnino, 2022), la última película del director de Call Me By Your Name (2017), que contaba la historia de emancipación, amor y devoración entre dos jóvenes vagabundos nacidos caníbales. También el de Crudo (Julia Ducornau, 2016), exponente principal de una tendencia amplificada en años posteriores que combina estéticas naturalistas y verosímiles con narrativas de lo monstruoso y lo caníbal, hasta entonces confinadas al terreno de lo fantástico o el cine de terror. En ambas películas, los protagonistas han de aceptar y dominar unos impulsos incontenibles que, sin que puedan hacer nada por evitarlo, se van abriendo camino. Y ambas tienen en común esta estructura basada en la conformación identitaria casi calcada de la novela de formación.

Timothée Chalamet
Timothée Chalamet, en 'Hasta los huesos. Bones and All'.

“Son una especie de bildungsroman”, explica David Conte Imbert, investigador en Teoría Literaria y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid. “En Crudo, la chica aprende a definirse como quién es y entra en la edad adulta desde esa transgresión absoluta de los límites entre lo civilizado y lo salvaje. Obviamente se da la afirmación de un apetito, de un hambre, que tiene que ver con el deseo y que por tanto es algo erótico”, dice. Esto la conecta con Hasta los huesos, cuya última escena culmina en un acto de devoración entre amantes (Taylor Russell y Timothée Chalamet), y con Yellowjackets, donde la acción de comerse a Jackie es la sublimación de una amistad siempre tensa, siempre ambivalente, y en la que es el propio cadáver quien le pide a la chica ser devorado.

Como en la escena de Alto, bajo, frágil (Jacques Rivette, 1995) en la que dos amigas se comen un pollo mientras fantasean y bromean con que es el cuerpo del hombre al que una de ellas ama; o como ofrecía la poeta Anne Sexton cuando escribía: “Cómeme, cómeme toda como un pastel de nata / Trágame / Toma” (de otro modo en el famoso bolero: Ven, Devórame otra vez), ¿es comerse al otro la fantasía romántica definitiva? “Si hay canibalismo y romance”, dice Conte, “la devoración es la transfiguración del amor”.

Aunque las narrativas de mujeres monstruosas se han vinculado tradicionalmente a la mirada masculina —con películas clásicas como La mujer pantera (Jacques Tourneur, 1942) apelando al mito de la castración o a la figura de la mantis, al miedo del hombre a ser devorado por una mujer—, desde los feminismos se reivindica este otro tipo de hambre liberadora, más vinculada a lo dionisíaco, que parece reemerger simultáneamente en varios lugares de nuestra cultura. No es casualidad que las chicas de Yellowjackets se imaginen a sí mismas vestidas de mujeres griegas mientras convierten el cadáver de su amiga en un banquete; como explica Conte, “hay varios mitos relacionados con figuras femeninas, como las erinías o las bacantes, donde aparece esta devoración”.

Siempre ambivalente, hablar de apetito en la ficción es hablar de exceso y carencia, de conflicto y de crisis. En su Biografía del hambre (Anagrama, 2006), Amélie Nothomb nos remite a una isla del Pacífico Sur a cuyos habitantes les da igual la comida: tienen a su disposición todo lo que necesitan, frutas y mariscos, alimento en abundancia, y viven saciados, sin apetito. Eso intriga a la narradora, una mujer que nació con hambre: una ‘superhambre’ que vehicula su autobiografía y desemboca en una crisis de anorexia-bulimia. “No se trata solo de comida, sino de todo lo que tiene que ofrecer la vida, y que de repente explota”, dice Conte al respecto. Como en Las devoradoras, de Lara Williams (Blackie Books, 2021), el hambre puede señalar al deseo o la compensación de una falta.

Julia Ducournau
Escena de 'Crudo' (2016), de Julia Ducournau.

Un hambre incontrolable y monstruosa es uno de los primeros síntomas que experimenta la protagonista de Canina, de Rachel Yoder (Blackie Books, 2022), cuando, sobrepasada por los cambios que introduce la maternidad en su vida y por la rabia que le produce una excesiva presión patriarcal, comienza a convertirse en perro. “Creo que el deseo femenino se ha codificado siempre como monstruoso. Si tenemos demasiada hambre, estamos demasiado cachondas, somos demasiado ambiciosas, se percibe como una transgresión”, nos cuenta la autora, que no describe en la novela una transformación elegante y felina, ni tampoco angelical; no apela, como La mujer pantera, a la monstruosidad estilizada de la femme fatale. Yoder reivindica el desarreglo, apela a la realidad de las transformaciones corporales que experimentamos las mujeres en diferentes momentos de nuestra vida.

“Si nuestros cuerpos son demasiado grandes o peludos, no adecuadamente domesticados, se nos percibe como mujeres malas que no se han sometido a las reglas que el patriarcado escribió para nosotras”, dice Yoder. Como explica Conte, el retorno a lo salvaje tiene potencial para estas reescrituras feministas, pues implica el borrado de las reglas: “La ruptura de los esquemas de lo civilizado permite una suerte de creación ex nihilo, desde la nada, para, ahondando en el trasfondo de algo salvaje y primario, construirse independientemente y contra las categorías sociales que generan lugares y roles para la mujer”. En esta línea se sitúa la novela de Rachel Yoder: “En mi libro, quería retar la caracterización monstruosa del deseo femenino”, dice ella. “Quizá convertirnos en monstruo, abrazando nuestro deseo, en lugar de consumirnos, puede ser aquello que definitivamente nos libere”.

Por un lado, la tendencia es clara: la audiencia responde a esta llamada a deshigienizar los discursos alrededor del cuerpo femenino y liberar, en el terreno maleable y contradictorio de la ficción, aquellos impulsos que hasta hace muy poco eran violentamente disciplinados, borrados y mantenidos a raya. Series como Yellowjackets y su viaje a lo salvaje parecen responder al mismo grito de guerra que plantea Yoder: “Es la hora de traer a las mujeres de vuelta a la tierra, a la mugre y la sangre y la mierda de nuestra humanidad. No quiero ser una María perfeccionada, quiero ser una sucia loba, porque se encuentra más cerca de la verdad”.

Sin embargo, los feminismos también advierten del peligro de poner demasiado énfasis en la cualidad ‘animal’ de las mujeres y su relación con la naturaleza, cuestión que rápidamente puede recaer en visiones esencialistas del género. De igual modo, el derribamiento de toda regla puede hasta desalentar, como en el caso de Crudo —que también es la historia de una vegetariana fracasada—, el reconocimiento de la propia agencia en cuestiones éticas, alimentarias o de otro tipo, donde urgen cuestionamientos más allá del binomio prohibición/desenfreno que atrapa estas metáforas. “Siempre tiendo a sospechar de las miradas esencialistas que vinculan a la mujer con la naturaleza y la tierra porque está en contacto con las fuerzas telúricas, da a luz y da vida, algo que aparece muchísimo en el ecofeminismo y en la ecocrítica feminista. Porque esto, como dice Simone de Beauvoir en El segundo sexo –el libro que postula que no se nace mujer, se llega a serlo–, también es un tipo de esclavitud”, advierte Conte. ¿Cómo caminamos, entonces, sobre este hilo grueso que tensiona nuestra experiencia? ¿Cómo nos reivindicamos sin determirnarnos, y sin dejar fuera a quienes puedan sentirse alienadas por esta retórica binaria del retorno al cuerpo a través de lo monstruoso?

Para Rachel Yoder, la respuesta es pragmática: “Seguimos leyendo y escribiendo y prestando atención, entendiendo que no hay conclusiones, solo preguntas, imágenes e historias por explorar. Allí donde una historia puede quedarse corta, o atraparnos en lugar de expandirnos, es donde nace la necesidad de una nueva. Es un proceso que evoluciona y no termina nunca, un camino hacia la emancipación de los viejos mitos que nos limitan”, explica. Bocado a bocado, hasta incorporar un cuerpo de experiencias cada vez más grande. Bocado a bocado, hasta que la ficción nos sacie.

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