Lo mío contra el ‘batch cooking’
La idea parece trasladar al ámbito doméstico el sistema de trabajo de la industria alimentaria: comer a diario a base de blíster recalentado al microondas, habiendo sido uno mismo la mano de obra
Me gusta cocinar. Aun así, entiendo perfectamente cuán desquiciante puede llegar a ser la persistente necesidad de pensar qué hacer para cenar cada santa tarde del mundo. Por eso yo no lo pienso. Vivo feliz con los comodines del caldo y del pan bueno en el congelador, y creo firmemente que en casa no nos vamos a morir por cenar tres días seguidos sopita con fideos o pan con tomate y cosas.
Me gusta cocinar, reitero. Pero soy alérgica a complicarme la vida. Por eso me planto contra el batch cooking, esta moda anglosajona de guisar por andanadas. Sé que muchos lo aplican. A mí no me funciona.
Hay muchas variantes del método, pero el fondo es común: dedicar unas horas a diseñar el menú semanal que incluya comidas y cenas para toda la familia, elaborar una lista de la compra con todos los ingredientes necesarios para cocinar las recetas elegidas, ir a por ellos al mercado, cargar el maletero, y luego destinar la mañana o la tarde del domingo a faenar para dejar lista la comida para toda la semana, almacenarla en fiambreras y congelarla o refrigerarla. La idea parece trasladar al ámbito doméstico el sistema de trabajo de la industria alimentaria: comer a diario a base de blíster recalentado al microondas, habiendo sido uno mismo la mano de obra.
El gran argumento esgrimido a favor del batch cooking es el de aliviar la carga mental de responder a la pregunta “¿qué cocino?” cada día: pasar el rastrillo a las decisiones diarias, acumularlas en un montoncito y traspasarlo al sábado o el domingo que, por arte de magia, habrá dejado de ser el día de descanso para transformarse en un día laborable más. Me pregunto si planificar no ha dejado de ser una forma de mejorar la calidad de vida para convertirse en un estilo de vida en sí mismo.
Mi propuesta para aliviar la carga mental es eliminar la carga mental, planificación incluida. Mi aproximación a la cocina diaria es la de aprovechar el tiempo y las ganas cuando aparecen, comprar según lo que encuentro y cocinar sin darle demasiadas vueltas. Mi único mandamiento, lo que hace que el sistema funcione, es el de mantener la despensa llena.
Voy a comprar una vez a la semana a lo sumo, y acostumbro a hacerlo de paso, de camino a casa. Sabiendo que tengo que comer cada día para seguir viva, procuro tener mi alijo bien surtido; como sabiendo que tengo que vestirme cada mañana, tengo un cajón rebosante de calcetines, otro de braguitas, y un armario con pantalones diferentes, camisetas y jerséis. Así como no me atavío siguiendo instrucciones de ningún estilista, nunca cocino siguiendo recetas.
Tengo siempre patatas, cebollas, ajos, zanahorias y puerros. No me faltan nunca huevos, pasta, arroz, legumbres secas y cocidas. Si al pasar por el mostrador de la carnicería me enamoro de un pollo, un conejo o unas tiras de churrasco, los compro. Si no, no. Compro pescado cuando lo encuentro bueno y a buen precio, y lo congelo sin saber ni cuándo ni para qué voy a invocarlo.
En mi casa, las sobras de los asados o cazuelas de carne se convierten, al día siguiente, en fideos a la cazuela hechos en 15 minutos a base de dorar la pasta en los restos suculentos del día anterior y cubrirlos con agua o caldo. Las sobras de guisos de pescado, alargadas con caldo hecho de espinas de descarte y vestidas con picadas de frutos secos y hierbas o huevos duros rallados, dan sopas de pescado.
Ser asadas o hervidas es algo que, a las verduras o las patatas, en mi casa, les sucede en pocos minutos y sin apenas intervención. Teniendo huevos, no hay sobras que no sean tortilleables. Teniendo sartén, todo es salteable o aliñable con un refrito de ajos y pimentón. Con morcilla, butifarra negra, restos de embutidos o recortes de grasa de jamón, un poco de ajo y carne de pimiento choricero, cualquier cosa se puede transformar en un arroz dignísimo en 30 minutos.
Si me afianzo una calabaza la convierto toda ella en crema. Calabacines, brócoli o coliflor suelen correr la misma suerte y llenan tuppers a cascoporro. Si me lío a guisar lentejas o alubias con chorizo no se me ocurre medir cantidades. No me preocupa que comamos dos días seguidos lo mismo. Tiro largo y almaceno a discreción. Envaso y congelo, sí. Pero nunca planifico. Si un día me encuentro con el congelador vacío, vivo tranquila sabiendo que una lata de anchoas, un puñado de nueces picadas y un poco de queso duro rallado dan una salsa excelente en el tiempo que tardan unos espaguetis en estar listos.
Yo no preparo recetas, sino fondo de armario. Mi cocina no empieza ni termina nunca del todo. Mi forma de aliviar la carga mental de cocinar es no tenerla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.