El acontecimiento gastronómico de mi última década

La hija tiene 11 años, prueba a hacerse una tortilla ella sola, sin la ayuda materna, ya que concibe la cocina como un territorio tan cotidiano y suyo como lo son el baño, el salón o su cuarto

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

He levantado la cabeza del teclado de un sobresalto. Algo se quema. Un olor fuerte a huevo tostado me ha agarrado de las fosas nasales como un gancho de arramblar cabras. Llevo desde las ocho de la mañana, peleando con las palabras, abstraída del mundo real, hurgando en la tierra a los pies del tronco de esta columna como jabalí buscando trufas, sin éxito.

Soy lenta escribiendo. Suelo plantar las semillas de las columnas de los viernes el fin de semana anterior. Anoto en mi libreta frases, sacudidas, reflexiones fugaces que hayan podido suscitar la vida cotidiana, las tanganas de Twitter o las conversaciones en los grupos secretos de WhatsApp, y ahí las dejo, a lo suyo, para ver si prosperan y germinan, se pudren y mueren, o se secan y se las lleva el primer viento que pasa. Los lunes echo un vistazo a la libreta. De todo lo garabateado, en general sólo una o dos de las anotaciones siguen coleando, azuzándome el interés. El resto pasan como estrellas fugaces.

Creo firmemente que es el interés del escritor lo que hace interesante un tema. El hambre, más que el contenido. La cocina da para llenar millones de páginas con relativamente poco esfuerzo, pero despojada de lo que no es estrictamente ella misma, es una de las materias más aburridas que existen. Algún día deberíamos hablar de eso.

Al salir del ensimismamiento a golpe de olor a quemado, le he echado un vistazo rápido al reloj. Son las siete y media de la tarde, la hora en que habitualmente cenamos. Mierda. He salido pitando del despacho de la buhardilla, me he precipitado escaleras abajo hacia el salón y casi me doy de bruces con mi hija, que sale de la cocina, campante pero pensativa, limpiándose las manos con un trapo, en actitud de valorar los hechos portando un monóculo. “Me he hecho una tortilla, pero no me ha quedado demasiado bien”, me suelta al pasar. Tiene 11 años.

El hedor sulfuroso de huevo tostado, que nada tiene que ver con la cremosidad dulce y mantecosa de la tortilla, proviene del cerco de restos de huevo pegados a la sartén que reposa sobre la placa de inducción. El mecanismo está apagado, pero la placa es de las viejas y de las baratas, y se mantiene caliente un buen rato después de haber sido desactivada.

—¿Te la has comido?, le digo, bajando de revoluciones. ¿Quieres que te prepare otra cosa? Lo siento, se me ha ido el santo al cielo, no me he dado cuenta de la hora que era. Ella está tranquilísima.

—No pasa nada. Hace días que quiero hacerme una tortilla. Lo único malo es que no me ha salido bien.

—Hace días que quiero hacerme una tortilla—, ha dicho. Estoy gritando de euforia por dentro. No lo estropees, Maria.

—La próxima vez, apenas termines de hacer la tortilla, aparta la sartén del fuego que hayas usado. ¿Ves aquí donde sale una H? Es H de hot. Deja la sartén a un lado de la placa, con cuidado de no tocarla con la mano, así no se requemará todo lo que se le haya quedado pegado.

—Vale.

Echar un chorrito de aceite en la sartén va bien para que la tortilla no se pegue. Se te habrá enganchado un poco, ¿verdad? Eso da mucha rabia.

—Sí. En vez de doblarse se ha espachurrado. Tenía una pinta terrible. Cuando hagas tú una tortilla, ¿me enseñarás?

—Claro. Hecho. Pero yo la hago con la sartén pequeña, que no pesa tanto.

—Guay—. Se marcha.

Nunca me he puesto con ella a cocinar con el espíritu de guiarla paso a paso para hacer una receta, ni con el ánimo de pasar una tarde haciendo manualidades. Lo que es corriente en casa es que coincidamos en la cocina y que le dé trabajo que hacer, sea pelar ajos o patatas, cortar lechuga o limpiar boquerones (qué maravilla las muecas de asco).

Cuando nos encontramos entre cazuelas, voy poniendo subtítulos a todo lo que hago en voz alta, como quien no quiere la cosa. Ya no llega del cole al son de “tengo hambre”; sabe que todo lo que pueda necesitar de ingredientes ha estado siempre almacenado a su alcance, y va directa a la cocina a apañarse un bocadillo o a agenciarse un plátano. Le he repetido mil veces que hay que dejarlo todo recogido y pasar la bayeta después de hacer cualquier cosa, pero ahora mismo prefiero no entrar en ese tema para no ensuciarle las ganas de seguir decidiendo hacerse una tortilla y resolver la cena por su cuenta. Quiero saborear el momento. Cambiaré los huevos de sitio.

Nunca le enseñé a hacer una tortilla, pero de algún modo siente la cocina como un territorio tan cotidiano y suyo como lo son el baño, el salón o su cuarto.

Este es posiblemente el acontecimiento gastronómico de mi década. Más alucinante que nada de lo que fuese que llevase todo el día escribiendo.

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