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Los últimos ultramarinos

Estos comercios, también llamados colmados o coloniales, fueron la punta de lanza de una revolución comestible que se llevó a cabo entre los siglos XIX y XX

Ultramarinos
Ultramarinos La Confianza, en Huesca.Antonio Ron

Atento porque te habla el rey del Ultramarino, yo le vendo al que tiene pasta, pero le fío al que está canino. Con estas palabras empieza el Tanguillo de los chicucos, un homenaje al espíritu de aquellas tiendas de comestibles a las que llamamos generalmente colmados, ultramarinos o coloniales y que fueron la punta de lanza de una revolución comestible que se llevó a cabo entre los siglos XIX y XX. Su desaparición progresiva marcó un antes y un después en la historia de la alimentación en nuestro país.

En el ámbito cultural gastronómico, que es complejo, diverso y nos atañe a todos, no abunda la divulgación sobre los modos del comer del pasado. Poco hay más allá de una elegía póstuma a algún personaje o lugar emblemático plagado de sentimentalismo y subjetividad. Somos voraces consumidores de novedades y todo lo que no está bendecido por la infinita creatividad, es tildado de viejuno. Sin embargo, nuestra relación con la comida no es un tema baladí, sino que es un espejo de la sociedad que la construye. Y pongo como ejemplo el modelo de supermercados Amazon Go (sin presencia en España), antítesis del tema que nos ocupa. No es necesario ningún análisis sociológico para percatarse de que Amazon ha encontrado en la deshumanización el caldo de cultivo perfecto para hacer crecer su negocio.

La historia de una sociedad se puede escribir desde cualquier punto de vista: las armas que usamos, cómo nos vestimos o la música que nos rodea. Pero esta relectura de nuestro pasado es mucho más veraz cuanto más se acerca a la cotidianeidad. Tal y como reza el título del formidable libro editado por Lunweg Editores, Como vivíamos. Alimentos y alimentación en la España del siglo XX, pocas narraciones apelan tanto a la memoria de un pueblo como la que se centra en la evolución de sus formas de comer. Entender este hecho implica que cualquier estudio sobre la alimentación —la gastronomía es solo un aspecto dentro de este ámbito— es un recorrido por las formas de producción, distribución y elaboración de los alimentos en cada momento de la historia, amén de las consecuencias socioculturales que ello implica. Y todo ello se puede observar desde un mostrador. Vamos, pues, a situarnos junto a un señor con una larga bata azul que ha conseguido después de muchos años de duro trabajo, sin apenas más vida que la de la trastienda donde come y duerme, y vamos a preguntarnos de dónde surgió esta figura —saltataulells, en catalán; chicuco, en Cádiz— que desapareció de nuestras vidas para dar paso a un frío lineal de supermercado que el consumidor, que no cliente, recorre en solitario a toda prisa para solucionar la urgencia del comer a diario.

Equipo del barcelonés Colmado Quilez, imagen cedida por el establecimiento publicada en el libro 'Colmados de Barcelona: historia de una revolución sostenible', de Inés Butrón.
Equipo del barcelonés Colmado Quilez, imagen cedida por el establecimiento publicada en el libro 'Colmados de Barcelona: historia de una revolución sostenible', de Inés Butrón.

Si nos fijamos en el nombre de estos establecimientos es fácil deducir que su punto de partida está en el comercio con ultramar, con las colonias, de donde llegaron productos de gran prestigio que cambiarían nuestra alimentación para siempre: especias, azúcar, té, café, chocolate, tabaco, etc. Casa Gispert (Sombrerers, 23), por ejemplo, situado frente a la catedral de Santa María del Mar, en Barcelona, nace en 1851 gracias a su cercanía con el puerto desde donde llegaban estas mercancías tan preciadas. Este flujo comercial convirtió en dueños del mundo a los europeos y provocó dos hechos históricos de enormes consecuencias: la esclavitud y la revolución industrial con sus consecuentes desigualdades y revoluciones sociales. Las ciudades se transformaron gracias a las fortunas de aquella nueva burguesía industrial que construyó magníficas ciudades ordenadas y limpias, como el Eixample barcelonés o el barrio de Salamanca en Madrid, donde se instalaron estas tiendas del lujo comestible en la que se exponían las novedades del sector agroalimentario, léase conservas, latas y productos lácteos —yogures, mantequillas, leche condensada—, que por primera vez se hacían un hueco en la alimentación española en la que la leche fue siempre un producto residual.

Ultramarinos La Confianza, en Huesca.
Ultramarinos La Confianza, en Huesca.

Las clases pudientes hablaban y comían en francés, por lo que la mantequilla fue un escalón más en la comida como diferenciador social. En Barcelona, como en Madrid, se instalaron las famosas Mantequerías Leonesas, La Mantequería Núria, origen del Bar Nuria de Las Ramblas de Barcelona, o la Mantequería Lasierra. El ultramarino, junto con los cafés y los restaurantes afrancesados, empieza a formar parte de la fisonomía de las ciudades por donde transitan los primeros vehículos de motor y el ferrocarril. Las tiendas llevan la firma de los arquitectos más prestigiosos del momento. Puig i Cadafalch deja su impronta en La Confianza, de la localidad catalana de Mataró, origen y final de la primera línea ferroviaria de la España peninsular construida en 1848. Los artistas modernistas combinan sus pinturas con la cartelería. Son los inicios del marketing gastronómico: Ramón Casas y el Anís del Mono son un ejemplo de la unión del arte y la revolución alimentaria que aún podemos contemplar en Queviures Murria (carrer de Roger de Llúria, 85, Barcelona). Un estilo más ecléctico, pero no menos impactante, es el que aún observamos en la tienda de ultramarinos La Confianza (plaza de Luis López Allué, 8), en Huesca, la más antigua de Europa y de España. Su propietaria nos cuenta cómo el comercio de la plaza se vino abajo cuando se demolió el mercado y con él se fueron las mujeres que vendían las verduras de las huertas cercanas, las pollerías y hasta la tienda de alpargatas.

Y hemos dejado para el final la ciudad de Cádiz y su interesante historia sobre los chicucos, aquellos santanderinos que abandonaron la mísera vida rural del XIX para instalarse en una ciudad próspera gracias al comercio marítimo y se acabaron convirtiendo en los propietarios de la mayoría de las tiendas minoristas. En uno de ellos, el Bar Colmado el Veedor (Calle Veedor esquina con Vea Murguía) aún se aprecia el mostrador de madera noble, la mezcla entre bodega y tienda, y la parte reservada a las mujeres para sus compras. El mujerío del que habla la canción con la que empezábamos este recorrido por los últimos ultramarinos y su historia.

Fachada de Casa Alfonso en Barcelona, en una foto proporcionada por el establecimiento.
Fachada de Casa Alfonso en Barcelona, en una foto proporcionada por el establecimiento.

Dadas las limitaciones de espacio de este artículo, paso por alto su papel durante la posguerra como encargados de distribuir lo asignado a cada ciudadano con una escuálida cartilla de racionamiento. O la llegada de la democracia, la alegría consumista del que ya tiene la nevera llena, lo que obligó a muchas de estas tiendas a reconvertirse en restaurantes, como la desaparecida Can Ravell o Casa Alfonso, que aún persiste cerca de la barcelonesa plaza Urquinaona. En cualquier caso, sé que todos ellos forman parte de nuestra educación gastronómica, y uno siempre ha de ser agradecido con los buenos maestros.

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