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Encerrados con un candado en el dormitorio por miedo a su hijo

Un matrimonio que tiene problemas de convivencia con un adolescente de 16 años con autismo y conducta violenta pide a la Administración una fórmula de acogimiento, pero choca con un vacío legal

Francisco Gil
Francisco Gil, padre de un adolescente con trastorno del espectro autista que se comporta de forma violenta, en una calle del centro de Madrid, el 4 de abril.Samuel Sánchez
Mercedes Pedreño

Francisco Gil, un informático de 49 años, y su mujer, psicóloga social, que tiene un año más, nunca imaginaron vivir algo parecido. La esposa de Francisco no quiere dar su nombre y delega el relato de los hechos en él. El matrimonio tiene tres hijos, y los dos mayores (21 y 18 años) se han ido de casa por la misma causa: el pequeño, Pablo (nombre figurado), de 16. Cada noche el matrimonio cierra su habitación con un candado para evitar una agresión de su hijo: tiene un 88% de discapacidad, un trastorno del espectro autista (TEA) y problemas de conducta. En otros casos, la situación puede ser gestionada por los padres, pero no en el caso de Pablo: mide casi dos metros y pesa 100 kilos. Por eso cuando enfurece es complicado de dominar. Francisco Gil puede mostrar cuatro partes de lesiones, dos denuncias a la policía municipal y tres hospitalizaciones psiquiátricas por las agresiones sufridas de su hijo. Todo ello, durante los últimos siete meses.

Y no pueden más. Están agotados. Toman antidepresivos. Viven pendientes de un hilo. Quieren a Pablo, pero no pueden gobernarlo desde que cumplió 14 años, su envergadura física tomó esas proporciones y empezó a volverse agresivo. Necesitan que alguien, una institución, un centro especializado, se haga cargo de él, pero su caso no está contemplado mientras sea menor de edad: prevalece su derecho al tener una discapacidad. Hay un vacío legal. Esa es la respuesta de la Comunidad de Madrid, de la Consejería de Políticas Sociales. Así que su último recurso es hacerlo público. Y es duro para unos padres confesar que tienen miedo a su hijo. Ahora, como última bala, la familia ha presentado dos denuncias ante la Fiscalía de menores para ver si logran que un juez ordene que Pablo ingrese en alguna residencia. Tienen cita el 8 de mayo para declarar en calidad de “perjudicados”.

“La situación se ha vuelto tan peligrosa que hemos decidido ceder la guarda a la Comunidad de Madrid para que pueda entrar en uno de los centros residenciales que tiene para menores con discapacidad”, explica Francisco. “Pero no nos lo han concedido”, denuncia. Los centros a los que se refiere Francisco son solo accesibles para menores que han sido separados de sus familias para proteger al menor. “La ley prohíbe expresamente que las medidas de protección se dicten por una situación que afecta a los padres, no al niño, es decir, que el menor no requiera ser protegido de sus padres, y que se le guarde o tutele por el hecho específico de que tenga una discapacidad, enfermedad mental o trastorno del espectro autista”, ha respondido la Consejería de Familias y Políticas Sociales de la Comunidad de Madrid. Hasta que Pablo no cumpla los 18 años, no podrá acceder a las residencias públicas que ofrece la región para personas con TEA.

El matrimonio vive en el distrito de Chamberí. Francisco relata cómo lleva tres años con la guardia alta, preparado para saltar delante de Pablo si se abalanza sobre la madre, porque dice que el chaval tiene especial fijación con ella, pero también ataca a sus otros dos hijos, que han tenido que irse de casa. Francisco ejerce de guardaespaldas que lo acompaña en sus rutinas diarias, necesarias para que no se altere. Es al que más respeta, cuenta, quizás porque es el que le da la comida, aunque en una ocasión le dejó “seminconsciente a cabezazos” y casi le “arranca el pulgar”. Con cuidado, todas las mañanas lo despierta, le da el desayuno, lo asea, le ayuda a vestirse, le da el bocadillo que ha preparado su mujer y lo acompaña hasta el coche. Ahí llega el turno de la madre, que ejerce de chófer. Es el único momento en el que madre e hijo se quedan solos; separados por una pantalla de plástico que utilizan como barrera improvisada de seguridad por si se lanza a por ella.

La madre tiene siempre un ojo en la carretera y otro en su hijo. Si empieza a notar los signos de alerta —palabras que repite y que solo entienden ellos— la mujer desliza la mano por una abertura del plástico con una pastilla y le dice: “Toma, un caramelo”. Cuando consiguen llegar al colegio especializado en menores con TEA, llega el momento crítico: la madre tiene que acompañar a Pablo hasta la puerta, lo que a veces le ha costado que el joven “la arrastre por el suelo, le arranque hasta el 20% del pelo y la muerda con fuerza”. A la salida, el personal del colegio acompaña al joven hasta el coche y su madre lo lleva a la puerta de casa, donde espera su padre con un bollo o una bolsa de patatas, “como marca la rutina”, asegura. Y explica que saltársela les cuesta “palizas brutales” que se han llegado a repetir todos los meses. Cuando no tiene campamento urbano, Francisco se lo lleva al metro a ver trenes: “Le alucinan, nos quedamos un rato en la estación y luego cogemos el metro y damos un paseo por el suburbano”.

A veces reciben el apoyo de un asistente, gracias a una ayuda que reciben de la Comunidad de Madrid de 750 euros al mes. La familia también ha intentado internar a Pablo en algún centro médico de media estancia, pero el único que admite a menores de edad en la comunidad es el Hospital Mentalia de Guadarrama. Este hospital, en concreto, no admite a pacientes con patología dual como es el caso de Pablo, que tiene autismo y una discapacidad grave. Así que queda por esperar a la denuncia presentada ante la Fiscalía de menores.

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Las personas con TEA no son, ni de lejos, necesariamente violentas, explican los expertos. Cada caso es único: son trastornos diversos del desarrollo neurológico que afectan a la forma de relacionarse de los que los padecen. Ana Vidal, coordinadora de la asociación de personas con autismo ProTGD, reconoce que durante la adolescencia algunos jóvenes desarrollan conductas violentas por ser una etapa complicada y por sus dificultades para comunicarse. Tanto ella como Luis Simarro, psicólogo especialista en autismo que ha tratado a Pablo y a su familia, afirman que estos casos son excepcionales. “Pero cada vez se detectan más casos de menores con autismo, así que cada vez es más probable que pase”, apunta el psicólogo. La presencia del alumnado con TEA en la educación no universitaria se ha duplicado en los últimos 10 años, según los datos de la Confederación de Autismo de España.

Ceder la guarda

Si Pablo fuese mayor de edad, podría solicitar acceder a una de las siete residencias concertadas de la Comunidad de Madrid para personas con discapacidad intelectual, alto nivel de dependencia y graves alteraciones de conducta, o a las otras 10 específicas para personas con TEA, que tienen entre 20 y 30 plazas cada una. “Claro que nos duele ceder la guarda, pero no significa que le abandonemos, queremos poder visitarle y pasar tiempo con él”, explica el padre. Ceder la guarda del menor contempla que ya no residirían con él, pero seguirían teniendo su patria potestad. De hecho, son muy pocos los padres que ceden la guarda de sus hijos voluntariamente, según explica una portavoz del Ministerio de Políticas Sociales: “Se da en casos en los que, por ejemplo, el niño tiene una enfermedad rara y el tratamiento es muy caro como para que lo financien los padres”. “Es más habitual que se declaren en desamparo”, añade, lo que supone perder la patria potestad del hijo.

Pablo debe tomar 25 pastillas al día. Antes de salir de casa, ya se ha tomado unas cinco: para tratar la epilepsia que sufre, para contrarrestar los efectos secundarios de esa medicación y para que esté tranquilo. “Y le han quitado ocho”, matiza Francisco. “Es la única forma de tratarle, hemos probado todas las terapias que existen y hemos acudido a decenas de médicos, pero ninguno ha conseguido ayudarle con su conducta”

La última pastilla que toma al día es una de melatonina medicinal, que le tumba por las noches. Antes de incluir esta píldora, sus padres cuentan que no podían dormir tranquilos. El joven se despertaba y, o agredía al hermano mediano, con el que compartía habitación, o bien se escapaba de casa. Ahora, además de la píldora, se encierran en la habitación. Porque si no, ni descansan, asegura la madre: “Hasta que no nos encerramos no puedo dormir”.

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