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Miguel González, el hostelero más longevo de Madrid: “Chueca estaba llena de droga y delincuencia. Ahora es la mejor zona”

A punto de cumplir 82 años, y tras haber superado en 17 la edad de la jubilación, sigue al frente del restaurante El Bierzo en el barrio de Chueca

El Bierzo
Miguel González, 81 años, en la puerta de El Bierzo, restaurante que regenta desde 1971.DAVID EXPÓSITO

―Miguel, ¿tú cuándo diablos te vas a jubilar?

―Cuando ganéis las elecciones y me deis la medalla al trabajo.

El que formula la pregunta es el ex vicepresidente del Gobierno Alfredo Pérez Rubalcaba, fallecido en 2019, cuando formaba parte de la oposición al PP de Aznar. El que le responde es Miguel González, que tiene 81 años y es el camarero en activo más veterano de Madrid. La conversación se produjo una de tantas noches en las que Rubalcaba, al igual que otros políticos, literatos y demás representantes de la cultura española, se reunía para cenar el menú del día en el restaurante El Bierzo, regentado por González desde 1971.

Es un sábado a primera hora de la mañana en el barrio de Chueca. Todo está sumido en el silencio y los locales lucen el cartel de “cerrado”. Sin embargo, en el número 16 de la calle de Barbieri el cierre está entreabierto, aunque la puerta permanece bloqueada y el interior a oscuras. “Para entrar llame al timbre. En el portal. Bajo derecha”, se lee en un pequeño letrero. Una luz tenue ilumina el fondo del pasillo, de la que surge el perfil afilado de un hombre que acelera los pasos hasta la entrada. “Pasa, muchacho”, indica en voz baja. Los ojos azules de Miguel invitan a entrar. Este año cumplirá 82 años y superará en 17 la edad de jubilación. En España, no existe ninguna estadística sobre la población de más de 80 años que esté sujeta a la jubilación activa. El último grupo de edad que se cuantifica es el de mayores de sesenta y cuatro años, de los que según el informe de Envejecimiento en red de marzo de 2020, solamente el 6,5% siguen trabajando.

González luce un delantal desgastado sobre la chaquetilla remangada de chef y un sombrero blanco con aires de marinero. Sin encender la luz, camina a tientas entre las sillas y mesas vacías, arrastrando sus pies por unos azulejos con manchas color ocre que como si fueran migas de pan conducen hasta la cocina. De allí emana un olor intenso a lentejas y estofado de ciervo, la especialidad de los sábados.

Es ese aroma que le transporta a San Ciprián, pueblo de la comarca de Sanabria, en la provincia de Zamora, donde nació un 26 de septiembre de 1940. Allí vivió con sus padres rodeado de vacas y cabras. Fue siempre el favorito de la abuela por los cariños que le daba. La mujer, con una ceguera hereditaria, se sentaba por las tardes junto a la ventana. Cuando alguien pasaba, el pequeño González estaba atento para susurrarle al oído el nombre del vecino. Eran uña y carne.

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Ella, como sucediera en la escena de Cinema Paradiso en la que, de espaldas al mar, Alfredo anima al joven Salvatore a marcharse del pueblo para “comerse el mundo”, siempre alentó a su nieto a poner rumbo a Madrid. “Llegué sin maleta, con lo puesto. Una muda y a trabajar, no valgo para otra cosa”, explica. “Cogí el tren en Puebla de Sanabria. Me bajé en la antigua Estación del Norte de Madrid y fui directo al restaurante León de la calle de Barcelona, donde me esperaba una prima hermana que ejercía allí como cocinera”, recuerda mientras rehoga las acelgas en una olla exprés de más de 80 años. Empezaría de chico de los recados en el restaurante de su prima, sirviendo y limpiando platos.

―¿Qué recuerda de aquel Madrid?

―Las fiestas de San Isidro. Me acuerdo perfectamente de la primera vez. Cerramos el restaurante y fuimos a la pradera toda la noche de cachondeo. Antes se comía y bailaba. Churros y jotas. Ahora solo es beber y beber.

—¿Le ha dejado entonces este oficio disfrutar de los placeres de la vida?

―Bueno… de los placeres del trabajo, poco más. Aquí no te enteras ni del tiempo que hace. Desde la mañana hasta la noche. Nosotros vinimos al mundo a trabajar, a los de mi edad nos educaron así.

González, realizando distintas labores en la cocina, donde llega a preparar hasta cinco platos al mismo tiempo.
González, realizando distintas labores en la cocina, donde llega a preparar hasta cinco platos al mismo tiempo.David Expósito

En 1971, Miguel González decidió abrir junto a su hermano un restaurante propio en el barrio de Chueca. “Nadie quería estar aquí, pero nosotros no lo sabíamos. Al llegar nos dimos cuenta de que la zona estaba llena de droga y delincuencia. Lo quisimos vender, pero no hubo manera”, confiesa. A los pocos años, González se quedaría solo al frente del negocio, esperando que la suerte cambiara.

Entre tanta incertidumbre, un cliente que trabajaba en una perfumería de la zona le hizo una premonición que no olvida. “Miguel, ¿tú qué piensas de los gays?” le dijo el hombre. “Qué voy a pensar. Cada uno con su cuerpo puede hacer lo que le dé la gana”, respondió González. “Así me gusta. Que sepas que este va a ser el barrio gay más importante de Europa, y vosotros vais a ser los más beneficiados, porque tenéis el tipo de cocina que nos gusta a nosotros”, le comentó.

“A partir de ahí, la droga se fue marchando. Empezaron a llegar muchos hombres homosexuales, a crecer el nivel socioeconómico, hasta convertirse en lo que hoy es Chueca, el mejor barrio de Madrid”, explica González, que actualmente dirige el Bierzo junto a su hijo Jose, además de varios empleados.

Hasta el último aliento

A las doce y media tiene que estar todo listo para comenzar a servir. Los primeros clientes llegan entre semana a partir de la una, en su mayoría trabajadores de la zona atraídos por la comida casera y el menú del día a 13 euros. González se quita el delantal, se acicala, y se pone a servir. Es un camarero clásico, chaqueta blanca impoluta abrochada hasta el penúltimo botón del cuello, zapatos negros y a la altura del bolsillo del pantalón, el lito agarrado al cinturón por si hay que limpiar algo en cualquier momento.

En la última mesa están sentados Juan Malpartida, Jose Emilio, Joaquín Álvarez y José Lasaga, un grupo de profesores universitarios, algunos ya jubilados, que vienen a casa de González desde los años ochenta. “Le conocemos desde que era un niño”, bromean. Hablan de la tertulia literaria que celebraban con otros amigos escritores como Fernando Savater, que venía con guardaespaldas al estar amenazado por ETA. “Pero no venimos por los libros, venimos por la comida casera. Por el pisto, las fabes y el estofado de ciervo”, dice José Emilio. Con seis platos en las manos llega González, que disimula sus problemas de pulso cuanto más peso lleva. Reparte de memoria mientras los hombres se relamen. “Mi mujer, que es médico, dice que es una fuerza de la naturaleza”, explica un cliente desde otra mesa refiriéndose al octogenario camarero.

González ofrece pan en la mesa de sus amigos Antonio Alonso, Severino Hernández y Antonio Álvarez.
González ofrece pan en la mesa de sus amigos Antonio Alonso, Severino Hernández y Antonio Álvarez. DAVID EXPÓSITO

Un cuaderno de firmas escondido en una estantería con libros le recuerda el cariño de la gente. Decenas de políticos, escritores o actores le han dedicado unas palabras en señal de agradecimiento. Entre todas, destaca la firma de Álex de la Iglesia por ser de las pocas legibles: “Para mis amigos del Bierzo. Tras degustar una menestra a la romana. Lo sencillo es complicado de encontrar”, escribe el director.

La actividad cesa a partir de las cuatro, momento en el que el jefe aprovecha para sentarse con algunos amigos que han venido. Conversan mientras prueban una botella de vino de Toro.

―Entonces, ¿no lo dejas? Quédate arriba en casa, descansando.

―No, de ninguna manera. Si soy un estorbo me iré. Pero si puedo, me quedo hasta el último aliento.

Su nuera Mari Carmen, camarera del restaurante, interrumpe nerviosa la conversación. “Miguel, perdona, hay que hacer unos filetes ahora mismo”, le dice. Este no lo duda ni un segundo. Se levanta veloz de la silla, directo a la cocina sin prácticamente despedirse. El trabajo es lo primero.

Miguel, comiendo una ensalada sin sal y una copa de vino para beber, en uno de los pocos momentos en los que El Bierzo se vacía y se apagan los fogones.
Miguel, comiendo una ensalada sin sal y una copa de vino para beber, en uno de los pocos momentos en los que El Bierzo se vacía y se apagan los fogones.DAVID EXPÓSITO

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