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Cipreses y crisantemos

Las dos plantas, cipreses y crisantemos, nos traen su belleza, para recordarnos que estamos en el aquí y en el ahora

Crisantemos en el jardín botánico de Kyoto, en una imagen de Aina S. Erice.
Crisantemos en el jardín botánico de Kyoto, en una imagen de Aina S. Erice.
Eduardo Barba

Ya pasó el Día de Todos los Santos. Miles de personas han rendido tributo a sus seres queridos. Los cementerios se llenaron de pasos en calma y de flores al pie de las tumbas. Y quienes siempre observan el trajín del ir y venir de aquellos dolientes son los cipreses (Cupressus sempervirens), un árbol excepcional, por muchas y variadas razones. Proviene de la zona del mar Egeo, sin que se sepa con exactitud de dónde es originario. Ha sido, y es, ampliamente plantado en todos los países mediterráneos, así como en Oriente Medio. Tanta veneración por su cultivo hay que buscarla en la antigüedad clásica, cuando ya era considerado un árbol sagrado. El mismísimo Zoroastro plantó un ciprés en la puerta de su templo del fuego, y para ello lo trajo del paraíso. Incluso aún se mantiene en pie en Irán uno de los que plantó este profeta, según cuenta una de las leyendas: el ciprés de Abarkuh, con más de 4.000 años a cuestas. Y muy bien llevados, por cierto. Su nexo con lo divino sobrevuela los siglos, y al ciprés se le liga con deidades como Deméter, la sensual Afrodita, Asclepio, Hebe, Rhea… Los sacerdotes de Plutón, el dios romano del infierno, adornaban su testa con coronas hechas de sus ramillas, ya que el alma del fallecido llegaba a ese dios transfigurado en un ciprés. Pero, asimismo, las flechas de Cupido estaban talladas en la madera de esta especie.

En nuestra simplificación de las cosas, el ciprés ha quedado relegado a “ese árbol que plantan en los cementerios”, al asolar su historia y su belleza con el desprecio, debido a uno de sus principales usos. Continuando con su tradición sagrada, adorna los camposantos de medio mundo. Y esto no es solo por su herencia clásica, sino también por su funcionalidad. Por su hábitat natural, sus raíces están acostumbradas a crecer entre rocas y lugares angostos en las montañas. Y, lejos de perturbarle, es algo que le agrada: sus fortísimas raíces profundizan mucho, y no dañan ni levantan los empedrados, ni las aceras o construcciones que bordean su existencia. Esto es una gran ventaja en un lugar tan edificante como es un cementerio.

Un ciprés en La Quinta de los Molinos, en una imagen de Gilberto Segovia.
Un ciprés en La Quinta de los Molinos, en una imagen de Gilberto Segovia.

El ciprés como símbolo de hospitalidad es también otra herencia clásica. Hoy en día todavía se vive esa tradición en las masías catalanas, donde se plantaba un ejemplar cerca de la casa para anunciar que al viajero que llegara a sus puertas se le ofrecería comida. Si tenía dos cipreses, también habría bebida. Con tres, se añadía a todo lo anterior el alojamiento.

En el plano estético, todo es atractivo. Desde el verde profundo de su ramaje, al que añade unos toques marrones cálidos cuando produce sus conos masculinos, hasta esos grises y castaños de su corteza. Su silueta es muy hermosa, especialmente cuando es columnar o fastigiada, con esas formas de ramas muy verticales, como si de una llama gigante se tratara. Son, además, perfectos para plantar en una alineación, cual centinelas de los caminos, como en esos paisajes de la Toscana italiana que tanto nos enamoran.

La flor de los muertos

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Pero la fama de lo lúgubre toca no solo a los árboles, sino también a las pequeñas herbáceas. Una de las flores que hace una semana han acompañado los lamentos y la tristeza de quienes vieron partir a familiares y amigos es el crisantemo (Chrysanthemum spp.). Si el ciprés recibe popularmente en España el nombre de “árbol de los muertos”, el crisantemo cuenta con el sofisticado apelativo de “flor de los muertos”. Todo un ejercicio de poesía castiza. “Yo también crecí en una familia que llevaba crisantemos al cementerio cuando llegaba el uno de noviembre. Era prácticamente la única ocasión que tenían los crisantemos de colarse en mi vida”, recuerda Aina S. Erice, bióloga y divulgadora vegetófila. Aina también nos lleva de viaje en su blog a los países de Oriente, “donde existe una tradición muy fuerte en el uso de los crisantemos, con variedades bellísimas”. Para ella, la hermosura de esta flor “no puede verse eclipsada por uno de sus usos, ligado a los ritos funerarios”. Es más, esta flor de otoño “ha inspirado infinidad de poemas, pinturas, cuentos… tanto en China como en Japón”, señala.

Las dos plantas, cipreses y crisantemos, nos traen su belleza, para recordarnos que estamos en el aquí y en el ahora. En uno de los Rubaiyat de Omar Jayam, quizás en una de las versiones menos ortodoxas del libro, escuchamos este canto, donde no podían dejar de aparecer el ciprés y las flores como parte del disfrute de la vida: “Cuando hayamos muerto, no habrá ya rosas ni cipreses, ni labios rojos ni vino perfumado”.

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Sobre la firma

Eduardo Barba
Es jardinero, paisajista, profesor de Jardinería e investigador botánico en obras de arte. Ha escrito varios libros, así como artículos en catálogos para instituciones como el Museo del Prado. También habla de jardinería en su sección 'Meterse en un jardín' de la Cadena SER.

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