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La paz eterna en una rotonda

El centenario camposanto madrileño de Villanueva de la Cañada se inscribe desde hace 13 años en una glorieta ajardinada fruto de la expansión urbanística

Miguel Ezquiaga Fernández
Glorieta del cementerio del Cristo.
Glorieta del cementerio del Cristo.Ayto. de Villanueva de la Cañada

La puerta metálica chirría somnolienta. Parece desacostumbrada al trajín de idas y venidas que el camposanto soporta durante la fiesta de los Difuntos. Una octogenaria María del Carmen Domingo hace sonar los goznes y rodea después dos lápidas hasta alcanzar la de sus padres. De allí arranca la maleza que trepaba sombría, colocando en su lugar un ramillete de lirios casi tan grandes como las campanas de la parroquia que fundó este cementerio del Cristo. Aquello ocurrió en los años treinta, medio siglo antes de que el Plan General de Villanueva de la Cañada (Madrid, 22.000 habitantes) perfilara de forma definitiva los contornos del recinto. Un exacerbado crecimiento urbanístico llevó a inscribir dos centenares de tumbas en una inaudita rotonda de 1.950 metros cuadrados.

Este municipio con predominancia de chalés adosados y seto, arcadia del Partido Popular madrileño, ha duplicado su población en cosa de dos décadas. Experimentó en los ochenta un primer gran desarrollo residencial, así como la construcción de la Universidad Alfonso X el Sabio y el campo de golf adyacente, conectados ambos al casco histórico a través de una avenida que linda por el Norte con el cementerio. El Plan General de 1998 trazó al Este otro vial que conducía hasta los nuevos equipamientos: dos colegios privados, una residencia y una parroquia. Ante el previsible aumento de la circulación, el Ayuntamiento encargó un estudio de movilidad que sugería circunvalar el camposanto del Cristo antes que plagar de semáforos la zona. La rotonda ajardinada se finalizó en 2008, aunque los nuevos enterramientos se habían prohibido ya un lustro antes.

Maria Elena frente a la tumba de su marido en el Cementerio del Cristo.
Maria Elena frente a la tumba de su marido en el Cementerio del Cristo. David Expósito

En el tanatorio municipal hay un espacio reservado para los restos más antiguos del lugar. Corresponde a las familias decidir cuándo realizan el traslado, pero el objetivo a largo plazo consiste en desmantelar las 119 tumbas —algunas de ellas centenarias— y 14 nichos que aún cerca el tráfico rodado. Los huecos vacíos se van rellenando con poda y unas vallas de obra previenen accidentes. En derredor de las múltiples cruces de piedra crecen y se desarrollan todo género de hierbas silvestres. No todo son mármoles ni panteones, también hay sepulturas solo cubiertas por una tierra con la que los muertos acaban por fundirse. Domingo entona dos avemarías antes de susurrar: “Esta lápida se queda pequeña para las dimesiones del cementerio nuevo. Habría que encargar una nueva, pero aquí nadie quiere sacar la cartera”.

Otras heridas

Con la amenaza de las exhumaciones emergen otras heridas. Carlos Serrano, de 72 años, pregunta “quién se hará cargo” de los seis jóvenes fusilados —uno de ellos, su tío— en el verano de 1937. Atrincherados en el Castillo de Aulencia, a las afueras de Villanueva de la Cañada, repelieron durante un día la embestida del general Vicente Rojo, antítesis de Franco, en su camino hacia Brunete, donde pretendía aislar a la retaguardia del ejército rebelde que sitiaba Madrid. “Algunas familias se han desentendido, pero otras les rendimos un sentido homenaje cada año”, relata Serrano poco después de colocar unos formidables crisantemos sobre la lápida de sus abuelos. “Todo lo que queda aquí son matrimonios mayores, cosas de viejos. Quien tenía a su esposa y quería enterrarse con ella ha tenido que mover los restos al nuevo tanatorio”, prosigue.

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En la glorieta del cementerio, como se conoce de a pie, confluyen varias de las principales arterias de la ciudad: la calle del Cristo, la avenida de la Universidad, la avenida de Madrid y la avenida de la Dehesa. El lugar ha quedado tan integrado en el paisaje villanovense que pocos vislumbran su futura desaparición. “Tal vez lo conozcan mis bisnietos”, declara con cierta ironía Ana Belén Torrero, de 45 años. Esta fue la primera rotonda que en España contó con un paso de cebra, el mismo que da acceso al camposanto. Desde el coche apenas pueden atisbarse los sepulcros, rodeados como están de una tapia y de afilados cipreses que se amoldan unos a otros hasta la espesura. Con el rosario todavía en la mano, Torrero remacha: “Hay localidades que ha colocado aviones o esculturas horribles en sus plazas. No me parece tan raro que aquí hayamos optado por la memoria de los nuestros”.

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