La maestría de Pet Shop Boys ilumina la última noche del Cruïlla
Johnny Marr y The Smashing Pumpkins perfilaron una propuesta con raíces en la memoria y ribetes de nostalgia
Sin duda son los reyes de la fiesta. Para los más jóvenes, que también los había en el Cruïlla, una banda capaz de hacer bailar pese a los años que llevan haciéndolo. Para los más mayores, en el Cruïlla encontrar personas en la cincuentena ya no resulta inusual, lo son por lo antedicho y también porque proyectan un envidiable horizonte de madurez, ya que no todo el mundo puede a los 70 años vestirse de manera excéntrica sin parecer un viejales que desea disimularlo. Neil Tennant es así, lo es con máscara, con traje y sombrero, con un abrigo que parecía ignífugo y plateado y como se ha ido vistiendo a lo largo de la historia de su grupo, siempre con gusto, siempre llamativo, siempre diferencial, eternamente elegante en su pose escénica. Chris Lowe, su aliado, más joven, 64 años, igual, aunque el uso de gorras y gafas de sol tamaño XXL, “lentes oscuros pa’ que no sepan qué está mirando”, que diría Rubén Blades, le otorgan cierto anonimato, ampliado por su parapeto de hieratismo tras los teclados, un poco en la onda de Ron Mael, el inexpresivo teclista de Sparks. Son Pet Shop Boys, la catedral del pop de baile que en la noche de clausura del Cruïlla agitaron el coctel de sus éxitos y volvieron a imponerse con la frescura de la menta recién cortada.
Los éxitos dominaron su repertorio, en el que canciones como Suburbia, primer tema de la noche, Rent, Domino Dancing, Love Comes Quickly, West End Girl o la maravillosa Being Boring que cerró su hora y media de concierto, rompieron cualquier reticencia de manera inapelable. Son unos triunfos que nunca fallan, cartas ganadoras. Como es tradicional en el dúo, un preciosista despliegue audiovisual, pantallas que ocultaron a sus tres músicos de acompañamiento hasta So Hard, séptimo tema, y que combinaron formas geométricas y despliegue de luz, con limitado uso de la cenital, ayudó a escenificar la sofisticación de una música que se niega en redondo a ser sepultada por la actualidad porque es actual.
Además Tennat mantiene en buena forma su voz, sólo hizo un gallo al pronunciar Barcelona en un saludo inicial, con lo que su apuesta es infalible. Ahora bien, puestos a escribir a sus Majestades, fue raro volver a ver un montaje ya visto en un grupo que cada gira varía su estética (esta está durando una eternidad), y siendo como es una banda plenamente vigente, como lo demuestra su último disco, Nonetheless, no estaría de más solicitar una mirada un poco más generosa a su presente. Ellos bien lo podrían hacer, su hoy sigue siendo relevante todo y el peso de su ayer.
No como Johnny Marr, que actuó antes de Pet Shop Boys con un envidiable tesón pero con un pasado muy presente que no puede mejorar. La prueba es que el público sólo vibraba cuando interpretaba canciones que pese a ser coescritas por él, cantadas por él se convertían en algo parecido al trabajo de una banda tributo sin nadie que imitase la forma de cantar de Morrissey. Era ver al compositor de Smiths sin The Smiths. Incluso The Passenger, de Iggy Pop, fue estruendosamente saludada por el público, que cuando Marr volvía a sus temas, quizás con excepción de la vitalista Easy Money, recuperaba la conversación. De hecho, bien avanzado el concierto no era difícil conseguir espacio para seguirlo en buena ubicación. En fin hay pasados que marcan. Eso sí, Marr le puso ganas y actitud, parecía otro veterano, sesenta años, que se mantiene en condiciones, y no ha olvidado gestos juveniles como sacudir la cabeza hacia un lado para apartar un flequillo que hoy, limitada su longitud, no precisa reubicación.
Un poco como Billy Corgan, otro artista que viene del pasado y que flota a la deriva de un mercado en el que ya Smashing Pumpkins no son referentes. Una multitud siguió su concierto en el segundo gran escenario del festival, el que se abre frente a una lengua de hierba cuyo estado recuerda a la de Wimbledon en su última semana. Con su aspecto tradicional, un cruce entre Nosferatu y un obispo (cabeza rapada expresión turbada y negro y púrpura en una especie de larga túnica), saludó en catalán y con un estruendo de guitarras de mucha consideración montó un repertorio en el que prácticamente su mitad estuvo compuesta por temas de sus dos discos más recordados, Siamese Dream y Mellon Collie And The Infinity Sadness, ambos de los noventa. Rock alternativo distorsionado, ritmos duros y la voz de Billy implorando entre el infernal fragor. Nada nuevo pero nada tampoco demasiado viejo, exceptuando un solo de batería en la versión del Zoo Station de U2 que recordó a una lluvia de melones, acompasada, no debe ser negado y a otro solos de guitarra cuya necesidad aún se busca (a no ser que desease demostrar que sabe tocar, cosa que como el valor en el antiguo servicio militar, se supone en un guitarrista).
Más tarde la fiesta continuaría con Oques Grasses y CHK CHK CHK, rejuveneciéndose el perfil de edad de la asistencia dada la hora. Lo cierto es que tanto en el festival como fuera de él, en el transporte público, era posible ver a personas con pulsera a las que de entrada no se situaría en un festival, lo que evidencia que el Cruïlla está también posicionado como el festival para los que no van a festivales, personas con inclinaciones musicales que no son necesariamente ávidas consumidoras de las nuevas tendencias, ese público generalista para el que puedes mezclar a Ginestà con Pet Shop Boys y quedarte tan pancho. Y de paso hacerte una foto de recuerdo en un escenario ad hoc simulando ser parte de un grupo en pleno éxtasis interpretativo. Porque el Cruïlla es también el ámbito en el que muchos progenitores familiarizan a sus vástagos con los conciertos.
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