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Lecciones de Trump

No es casualidad que se lo haya llevado electoralmente la pandemia. Uno y otra pertenecen a un mismo paquete histórico en el que se cierra un pasado y se define un futuro del que ignoramos casi todo

Donald Trump antes de subir al Air Force One.
Donald Trump antes de subir al Air Force One.Evan Vucci (EL PAÍS)
Lluís Bassets

No hay que darse prisa. El calibre del acontecimiento exige no precipitarse. Serán largas y duraderas las consecuencias. Entretenerse en comparaciones banales tiene poco sentido. Parlamentos asaltados o cercados, unos por las turbas de derechas y otros por las de izquierdas; gobiernos transgresores de la legalidad e incluso insurrectos; países divididos y comunidades políticas instaladas en realidades paralelas; democracias degradadas y constituciones vulneradas por quienes habían jurado guardarlas, son fenómenos que han ocurrido y siguen ocurriendo en todas partes. Hallar las semejanzas tiene tanto valor cognitivo como subrayar las diferencias, y con frecuencia no se hace por motivos decentes de mejorar nuestro conocimiento sino por espurias motivaciones propagandísticas.

La presidencia trumpista define un momento de cambio. No es casualidad que a Trump se lo haya llevado electoralmente la pandemia. Uno y otra pertenecen a un mismo paquete histórico en el que se cierra un pasado y se define un futuro del que desconocemos casi todo, una época nueva caracterizada por la incertidumbre. Entender como hemos llegado hasta aquí es imprescindible para orientarnos. Haremos bien si huimos de la banalidad comparativa e intentamos sacar las lecciones de Trump que nos proporciona una observación atenta del fenómeno, de sus efectos y de la prueba de tensión a la que ha sometido a la democracia pretendidamente modélica que ha sido Estados Unidos hasta ahora.

La primera lección que se puede deducir de esta experiencia, como suele suceder con tantos acontecimientos y personajes políticos, es que Trump no es la causa sino el efecto. Trump le sirvió al partido republicano para la tarea excepcional de vencer a Hillary Clinton, quizás el mejor currículum político y diplomático de todo el establishment de Washington y la primera mujer que pudo alcanzar la Casa Blanca. También para revertir el legado progresista de los ocho años de Barack Obama. Y sobre todo, para colmar los tribunales de jueces conservadores hasta conseguir en el Supremo una mayoría imbatible y excepcional de seis votos republicanos frente a tres demócratas, que marca la distancia máxima entre la opinión pública y el poder judicial del último siglo.

No es la causa sino el efecto: le sirvió al partido republicano para vencer a Hillary Clinton y revertir el legado de Barack Obama

El hecho trascendental es que la persona designada para estas tareas por la derecha estadounidense, la que mejor pudo cumplir con la misión encomendada, fuera alguien tan deleznable como Donald Trump. Tratándose del partido republicano, el arco moral de la historia no tiende hacia la justicia, como reza la frase célebre de Martin Luther King, sino hacia la corrupción, la dictadura y la violencia. Así ha osado Donald Trump declararse a sí mismo sin sonrojarse el mejor presidente de la historia con excepción de Abraham Lincoln, el peor aprovechando la sombra del mejor.

Trump supera a Sara Palin, que avanzó las ideas del Tea Party en las elecciones de 2007. Sara Palin también supera a George W. Bush, un buen tipo manipulado por los neocons a la vista de los sucesos posteriores a su presidencia. Una excepción: George W. Bush no es peor que Newt Gingrich, el líder republicano que intentó destituir a Bill Clinton pero ahora ha apoyado a Trump. Pero sí es peor que sus dos predecesores, su padre, George H. W. Bush, para muchos el mejor presidente republicano desde Eisenhower, y que Ronald Reagan, el actor de Hollywood ahora tan respetado por mero contraste, pero en muchos aspectos, junto a Margaret Thatcher, el punto de origen de todos estos males.

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El terremoto, por tanto, tiene su epicentro en el partido republicano. Es una deriva de largo aliento, que termina con “una abdicación colectiva, la transferencia de la autoridad a un líder que amenaza a la democracia”, según han explicado con detalle Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias, Ariel). Esta renuncia de un partido histórico a su propia alma se debe a “la creencia errónea en que es posible controlar o domar a una persona autoritaria” y a la “connivencia ideológica” que permite arrumbar los principios y coincidir con programas impresentables en aras de vencer a la alternativa gracias al partidismo negativo, que se define no por su programa sino por el rechazo al del adversario.

Trump es solo la traca final. No sabemos todavía si de un fin de fiesta horrible o de una inauguración todavía más autoritaria

Levitsky y Ziblatt definen muy bien la personalidad del autócrata, por su “débil compromiso con las reglas democráticas de juego”, su rechazo de toda “legitimidad a los adversarios”, su “tolerancia hacia la violencia” y su “predisposición a restringir las libertades civiles de los rivales y de los críticos”. El autócrata vulnera sistemáticamente las reglas no escritas de comportamiento liberal, a las que los dos politólogos llaman los guardarraíles de la democracia, pero lo que convierte en peligrosa esta vulneración es que sean todos los políticos y especialmente los gobernantes los que se instalen en esta actitud destructiva. El primer guardarraíl es la tolerancia mutua, por la que aceptamos que nuestros adversarios tienen derecho a existir, a competir por el poder y a gobernar. El segundo es la contención institucional, que aconseja “refrenarse de ejercer un derecho legal” ante una decisión que no se respeta el espíritu de la ley, aunque atienda a su literalidad.

Todo esto está suena muy familiar. El trumpismo viene de lejos pero también está entre nosotros y desde hace muchos años. En Cataluña, claro, pero también en el conjunto de España. No lo hubo o fue irrelevante en la transición. Y si la democracia se degradó, fue porque empezaron a fallar los guardarraíles, de forma que unos y otros alentaron las reacciones autoritarias. A derecha e izquierda. Nacionalistas y antinacionalistas, de un lado y del otro, en favor y en contra de la independencia. Trump es solo la traca final. No sabemos todavía si de un fin de fiesta horrible o de una inauguración todavía más autoritaria.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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