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Antes de ‘La sociedad de la nieve’ en Los Andes otro avión con deportistas a bordo se estrelló en Sierra Nevada

Un aeroplano de la armada estadounidense cayó en estas montañas en 1960 con 24 militares a bordo jugadores de baloncesto, que fueron rescatados en mula y camillas transportadas a pie

Accidente Sierra Nevada
Restos del avión siniestrado, meses después del accidente, en julio de 1960.Cortesía de Antonio Castillo y Carlos Jaldo
Javier Arroyo

Antes de que el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya cayera en los Andes aquel 13 de octubre de 1972 y ocurriera todo lo que La sociedad de la nieve cuenta, un avión de las fuerzas armadas estadounidenses de nombre Ciudad de Madrid, en ruta desde la base naval de Nápoles a la de Rota, en Cádiz, escribió la precuela de la película de Juan Antonio Bayona. Aquel avión, un DC4 ―llamado C54 en su versión militar―, se accidentó con 24 pasajeros a bordo en una cadena montañosa, sobre una capa de varios metros de nieve y temperaturas bajo cero. Fue el 8 de marzo de 1969, en la Sierra Nevada granadina, a poco más de 13 kilómetros en línea recta de donde ahora Bayona ha grabado su película.

Las circunstancias no llegaron tan lejos como en la cinta porque, entre otras cosas, la cercanía del primer pueblo, alrededor de 12 kilómetros, aceleró el rescate. Una operación que hubo que hacer en mulos, bajando las camillas a pulso durante kilómetros y con los pocos medios del momento y el lugar. Y que hubiera sido imposible sin la solidaridad y el todos a una de la gente de pueblos de Jérez del Marquesado, Alquife y Lanteira, en el Marquesado del Cenete granadino, cerca de Guadix.

El avión de la armada estadounidense, accidentado en Sierra Nevada en los días siguientes al siniestro.
El avión de la armada estadounidense, accidentado en Sierra Nevada en los días siguientes al siniestro.Archivo de Antonio Castillo y Carlos Jaldo

Algunos paisanos de Jérez del Marquesado recuerdan haber visto un avión demasiado bajo aquel mediodía, pero nadie le dio más importancia. Antonio Castillo López, un niño de apenas cinco años aquel 8 de marzo, vivía en la casa cuartel de la Guardia Civil de Jérez del Marquesado (983 habitantes) porque su padre era uno de los cinco guardias del puesto. Castillo rememora el lío que se organizó aquella noche en el cuartel cuando, sobre las diez de la noche, “el cabo Rodríguez, que hacía de comandante de puesto, recibió a dos hombres gigantescos, de blanco, que se tenían que agachar por las puertas. Venían acompañados por un capataz de los equipos de reforestación de la zona, que los había acercado al cuartel”. Antonio Castillo se recuerda viendo desde lejos un panorama que no acababa de comprender. En realidad, nadie entendía nada en los primeros minutos porque nadie hablaba inglés en aquella España de interior y rural.

El avión había salido de Nápoles a media mañana de aquel martes. El gigantismo percibido por los niños en aquellos americanos tenía sentido. El avión transportaba a un equipo de jugadores de baloncesto que, según Castillo, venía de un campeonato en la base italiana, cuartel general de la Sexta Flota. “Aparecieron varios balones de baloncesto en el avión”, dice Castillo, que rememora también que aquel DC4 tenía su base en Kenitra (Marruecos) y dos meses antes del accidente había participado en los trabajos de rescate del terremoto de Agadir, que había dejado 15.000 víctimas mortales.

Carlos Jaldo Jiménez era un poco mayor que Antonio Castillo. Tenía en aquel momento seis años y vivía, como él, en Jérez del Marquesado. Su padre era el practicante del pueblo y, por ello, fue el primer sanitario que subió a la zona del accidente a auxiliar a los heridos. Jaldo es, junto a Antonio Castillo López, autor de Las bengalas de Chorreras Negras, el único libro que narra lo ocurrido aquellos dos o tres días en la parte norte de Sierra Nevada. Jaldo, que ha investigado a fondo el accidente, explica que “el viaje iba tranquilo hasta que entró en España. Lo hicieron por la costa alicantina y poco después, la cosa empezó a torcerse. No debieron esperarse las malas condiciones atmosféricas que había, ni tendrían los datos oportunos de un macizo como el de Sierra Nevada, de 3.000 metros”.

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Varios rescatistas trasladan a uno de los heridos.
Varios rescatistas trasladan a uno de los heridos.Cortesía de Antonio Castillo y Carlos Jaldo

Según su investigación, sobre las tres de la tarde, los pilotos perdieron el control del avión y, “viendo que se enfrentaban a un choque frontal, lo quisieron evitar y pusieron el avión al máximo para intentar elevarlo lo más rápido posible”. En la maniobra, un ala rozó un saliente, describe recordando un esquema que dibujó el piloto tiempo después. “Ahí ya perdieron el control”, continúa, aunque les quedó tiempo o suerte para buscar un lugar libre de obstáculos. Esa pericia y un colchón de nieve de unos ocho metros les salvó la vida. A 2.450 metros de altura, en mitad de una sierra desconocida, en la que se conoce como paratas de las Chorreras Negras, bajo el Picón de Jérez (3.090 metros), dejó el avión sobre la nieve.

El recuento de víctimas sumaba numerosos heridos, pero ningún muerto, algo que Jaldo considera un hito. “He estudiado todos los accidentes aéreos a esa altura y este es el único en el que no murió nadie”, comenta. Y añade: “Solo uno de los viajeros quedó con secuelas graves, uno que se fracturó la duodécima vértebra dorsal y quedó parapléjico”.

Había que buscar ayuda de fuera y los pilotos dispararon varias bengalas ―que algún vecino luego recordó ver― y se pusieron en marcha en busca de auxilio. En unas horas dieron con las casas del Posterillo, un pequeño núcleo con la casa del guarda forestal y un par de ellas o tres más de pastores. Al toque de puerta, contestaron la mujer del guarda y su hija. Con el idioma de barrera, un pizarrín de la niña y el dibujo de un avión hicieron la magia y el problema quedó claro. Uno de los pastores acompañó a los dos militares, marines como los demás, a Jérez del Marquesado. Con él llegaron al cuartel, en una caminata “en la que iba muerto de miedo por su pinta y porque llevaban dos pistolas, que luego resultaron ser de bengalas”.

En el cuartel, de nuevo al problema del inglés. Pero la colonización tiene sus ventajas: las minas del pueblo cercano de Alquife estaban en manos de una empresa inglesa y otra francesa. Un avión de papel hecho por esos americanos que se agachaban al pasar las puertas del cuartel dio la primera pista. El cabo convocó entonces, explica Jaldo, al cura, al alcalde y al practicante, su padre. Ya tenían un gabinete de crisis.

La primera medida, y dadas las circunstancias la más sensata posible, fue llamar al gerente de las minas, que sí hablaba inglés. Con él, ya cerca de la medianoche, se acabó de entender el problema en toda su dimensión. A pesar del frío, la oscuridad y las dificultades del camino, una primera expedición de seis personas se puso en marcha hacia el avión sin demora. El practicante quería subir, pero le insistieron en que se quedara. El grupo evaluaría la situación y la ayuda material ya iría después.

A partir de ahí comenzaron 48 horas de un rescate que tuvo sus complicaciones, muchas subidas y bajadas y mucha solidaridad. La primera expedición alcanzó el avión con la luz del miércoles ya a punto de aparecer. Uno de ellos le contó a Jaldo que pensó que en el ascenso iban a morir, de una caída o del frío. A falta de registros, este calcula que la temperatura era de tres o cuatro grados bajo cero y su equipación, al fin y al cabo, no era otra que “botas altas de goma de regar, mantas y pellizas”.

Al llegar al avión, continúa, “todos han recordado después los gritos de dolor de los heridos y el frío”. Una vez reconocido el lugar del accidente y cómo estaba la situación, uno de los locales se quedó en el avión y el resto comenzó la bajada de nuevo en busca de ayuda. Francisco Jaldo, el padre de Carlos, ya pudo subir y “con lo que llevaba y con los restos que encontró en el avión, entablilló y redujo todas las facturas que pudo”, dice su hijo.

“También me dijo que jamás había puesto tanta morfina de una vez”. Ese era entonces el alivio para el dolor que tenía el practicante a mano. A partir de ahí, en dos tandas, todos los heridos fueron bajados al pueblo, al que también llegaron esos días los mismos militares de la base de Cartagena, el gobernador civil de la provincia, un helicóptero de la base de Rota o gente de los pueblos de alrededor. Antonio Castillo recuerda aquellos días como de una gran excitación. “Estábamos en la España de blanco y negro, autosuficiente, sin carretera asfaltada, con un frío terrible. Sin televisión”. Lo único que los sacaba de su rutina era el cine de los lunes, recuerda. “Aquello fue un acontecimiento”, concluye.

Y en esa España peculiar, surge el acontecimiento del segundo herido grave, relacionado solo tangencialmente con el avión. Jaldo recuerda que, en los primeros momentos, había un poco de lío. A un sargento de la Guardia Civil se le ocurrió que unos disparos al aire servirían para, en aquel núcleo de casas del Posterillo, reunir a la gente antes de seguir al último tramo de camino. Así lo hizo y cuando iba a guardar el arma, quizá por el frío, se le escapó un último tiro que le entró por la cadera derecha, atravesó la vejiga urinaria y salió por el muslo izquierdo de Benito Burgos, uno de los voluntarios. Tardó tiempo en curarse.

Los militares heridos fueron despachados al hospital militar de Granada y desaparecieron del mapa. Dos de ellos volvieron a los 50 años, en 2010. En junio de aquel 1960, el revuelo de marzo tuvo su segunda parte. El embajador americano visitó el pueblo y, a modo de Mr. Marshall, se subió al balcón del Ayuntamiento, saludó, paseó por las calles de Jérez y anunció que regalaban el avión a la localidad. Antes, claro, los militares americanos lo habían desplumado de todo lo que les interesaba. El pueblo recibió, en definitiva, chatarra por valor de 1,4 millones de euros que, por otro lado, supieron emplear muy bien.

Ese dinero lo dedicaron, por este orden, a arreglar el tejado de la iglesia, a comprar instrumentos para la banda municipal, a arreglar algunas calles y, finalmente, a construir la distribución de agua potable del pueblo. Con el avión llegó el agua potable. Luego, durante años, la embajada envió anualmente leche en polvo y queso, que se repartía en el colegio. Con el tiempo, este plan Marshall tan particular se acabó. Lo que queda hoy en el pueblo es el recuerdo de aquello y una ruta de senderismo, la llamada ruta solidaria El avión, que transcurre por el camino de ida y vuelta del avión al pueblo.

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