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El sueño americano de los adolescentes afganos de Rota

Los jóvenes refugiados encaran el futuro entre la esperanza, el dolor y la inquietud por el destino de su país

Gente recién evacuada de Kabul, Afganistán, ocupa una zona de la base naval de Rota, este martes.
Gente recién evacuada de Kabul, Afganistán, ocupa una zona de la base naval de Rota, este martes.JAMES RAJOTTE
Juan Cruz

Entre los barracones que el Ejército norteamericano preparó de la noche a la mañana a finales de agosto en la base naval de Rota (Cádiz) para acoger temporalmente a más de 2.000 refugiados del drama de Afganistán hay niños que juegan al fútbol o corren con sus patinetes, y adultos que calman su ansiedad paseando por esta avenida que conduce a los baños y a los dormitorios o a los comedores. También hay adolescentes que, en víspera de su definitivo traslado a Estados Unidos, sueñan con el futuro. Algunos ya identifican, como si lo llevaran grabado a fuego, lo que quieren que sea la vida después del infierno.

Este martes quedaban unos trescientos refugiados en Rota y para este sábado ya habrá pasado el plazo máximo de 14 días que Estados Unidos pactó con España para su estancia en la base gaditana. En este tiempo, la solidaridad española, y en primer lugar la del pueblo que acoge la base, llenó este sitio de todo tipo de elementos de primera necesidad que han aliviado las urgencias de una comunidad asustada, triste, desamparada en medio de lenguas que apenas conocen.

En las dependencias donde se reparten esos objetos (ropa, artículos de primera necesidad, juguetes, sobre todo) están apilados paquetes que parecen el equipaje de un exilio urgente o esforzado. Al lado deambulan, sonriendo y en silencio, dos jóvenes que llevan bolígrafos en los bolsillos superiores de sus vestidos afganos. Es para escribir, alcanzan a decir en un inglés que ahora todos quieren aprender, porque el futuro se les dibuja en esa lengua. En esos rostros, ojos azules o grises, hay una melancolía que no debe ser distinta a la de otros exilios o diásporas que forman parte de la historia de la desgracia, de la que España tiene también amarga memoria.

Bajo el cielo hoy encapotado de Rota, esa melancolía está compensada por la pasión con la que los niños corren con sus patines, disputan el balón entre ellos o con los adultos, o te saludan golpeando tu mano o guiñando los ojos como si ya fueran amigos de todo el mundo, como Kim de la India.

La capitana Leah Moss, de 41 años, nacida en Washington, asistente médico en el hospital naval americano de la base de Rota, alta como un jugador de baloncesto, se desprende de la mascarilla y exhibe el contagio de su risa: “Todos han venido marcados por la ansiedad del tiempo que vivieron en Afganistán”. Esa “profunda tristeza” es también el efecto de “la enorme carga física que causa el dolor emocional padecido antes del viaje”. Ahora esta situación se llama incertidumbre, y se dibuja en todas partes como si fuera un himno de auxilio.

Esas ansiedades que la doctora describe han sido aliviadas aquí por los juegos y, añade ella, “por la conversación”. Como se dice que las palabras curan o alivian, le pedimos que elija una que ayude a curar, en este tiempo de la incertidumbre del destierro, a estas personas que buscan ahora futuro en América: “Yo les diría la palabra esperanza”.

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Unas zanjas dividen las distintas zonas de este parque militar en el que están los barracones, las habitaciones, los baños o los entretenimientos de los refugiados afganos. En medio de ellas, unos paneles recogen las postales que chiquillos de Rota han escrito, en inglés, para desearles suerte, salud o esperanza a los que ahora corretean detrás del balón o en sus patinetes en este domicilio provisional que los acoge.

Mujeres con velo, hombres que pasean arriba y abajo, personal militar o civil encargado de ayudarles en el tránsito hacia Estados Unidos, pasan por delante de este corro de adolescentes que cuentan, como si ya hubieran aterrizado en el lado de allá de esta historia, qué quieren ser en el futuro.

Mostafa, que tiene 17 años, quiere ser médico “para servir a la gente necesitada”. Él ha visto aquí a los médicos, y los ha visto también en Afganistán. “Se ocupan de las personas, de su dolor, y eso quiero hacer yo”, cuenta. Su propio dolor, en el viaje al exilio y ahora mismo, es el que le produce “la situación de mi país, mi patria, donde se ha quedado parte de mi familia, y un pueblo atormentado”. A su lado está Elhan, que tiene los mismos años, y quiere ser político. ¿Político? ¿por qué? “Por la situación que vive Afganistán, para servir a mi país”. ¿Cómo hubieras atacado la situación en que ahora vive tu país? “Hubiera defendido a mi país y no lo habría entregado a los insurgentes”. Él quiere, dice, “un futuro feliz para Afganistán, que haya paz e independencia para cortar la influencia de los países vecinos”.

No hay el titubeo adolescente, ni hay la negación del futuro que suele haber en las conversaciones a estas edades. Hay, por otra parte, una constante apelación a la patria, con la insistencia que anima la pérdida. Son ojos vibrantes, ansiosos, que miran como si hablaran. Le preguntamos a Elhan si en estos tiempos, en el viaje al exilio, por ejemplo, ha llorado. “Sí, viendo fotografías o videos de los atentados, sí, he llorado”. A su lado está Ferhad, que tiene 16 años y quiere ser piloto. “Para servir a mi país… ¿Y qué echo de menos de Afganistán? El olor. El olor de la tierra, los recuerdos”. Sohrad tiene 14 años, también quiere ser médico. ¿Para curar qué? “Las enfermedades del pueblo”. Quiere ocuparse del pulmón. En el avión, dice, “venía pensando en el futuro. El de mi familia, el de todos nosotros. A dónde vamos a ir para que haya lo que llaman futuro”.

Y este es Solaiman, ya es fotógrafo, tiene 15 años. Desde Afganistán ha traído, y expone en Instagram, relatos enteros del drama que ha vivido antes de subirse al avión que le trajo a Rota desde Kabul. Son retratos íntimos de tipos de Afganistán, el entrenamiento precoz de su pasión por dejar testimonio de lo que ve. Retrata “para que se pueda hablar con la fotografía, pues cada rostro que captas tiene algo dentro”. Él habla como si nos estuviera retratando.

David Baird, de 47 años, nacido en New Jersey y desde 2019 comandante de Actividades Navales de EE UU en España, había dicho, antes de traernos a este campamento en el que pronto estará solo el recuerdo de este acogimiento de los exiliados de Afganistán, que lo que le impresionó de estas personas era la calidad de su mirada, “la emoción de mirarlos”.

Mientras hablamos con estos adolescentes que ahora inician el viaje americano, Baird, que se parece a George Clooney y que se curtió en misiones que lo llevaron a Irak o a Afganistán, se fijaba en los chicos como si él mismo se hubiera contagiado de sus miradas. Su colaboradora María Díaz, española, intérprete, decía ayer sobre la experiencia de verlos descender del avión cuando venían a Rota: “Me costó mirarlos. Me sentía como no digna de hacerlo, avergonzada de mi afortunada vida frente a la desgracia de ellos”.

A su lado se oyó decir: “El dolor de su tristeza golpea nuestra conciencia”.

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