_
_
_
_
_
Maneras de vivir
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los idiotas

El amor pasional siempre tiene algo de estafa autoinducida, de mentira. Cerramos los ojos y nos inventamos al amado

Rosa Montero

Tengo la sensación de que todos los individuos que hay sobre la Tierra creemos saber mucho sobre el amor. Me resulta curiosa esa aparente unanimidad en la sapiencia, cuando quizá sea el pantano emocional más proceloso con el que tenemos que lidiar en nuestras vidas. Yo a veces también caigo en la debilidad de pensar que soy una experta en las lides pasionales, pero por otro lado estoy segura de que es uno de los terrenos en donde me equivoco de forma más reincidente. Vamos, que una aprende poquito en el amor. Por eso los antiguos, que sabían mucho, representaron a Cupido, el dios romano del deseo amoroso, como un niño provisto de alas, desnudo y con los ojos vendados. Es un niño eterno, porque nunca aprende y nunca crece. Y no aprende porque no ve. Va ciego por la vida, revoloteando como un moscardón sonrosado y rollizo y dándose de bruces con las paredes de la realidad. Como ha demostrado hace unas semanas el trágico, tristísimo, demoledor crimen triple de Morata de Tajuña, el de los hermanos septuagenarios, Ángeles (76), Amelia (71) y Pepe (79), que padecía una discapacidad psíquica.

Y lo más tremendo para mí no es ya el feroz y violentísimo final, sino el acongojante y larguísimo proceso de autodestrucción en el que se sumieron las hermanas. Como saben, durante casi ocho años creyeron estar enamoradas de dos falsos militares norteamericanos destinados en Afganistán. Fueron sacándoles dinero con diversas excusas y empezó la caída. Las dos mujeres consumieron primero sus ahorros, luego vendieron un piso que tenían, después mandaban las pensiones íntegras y, como eso ya no era bastante, pidieron dinero prestado a los vecinos con tanta frecuencia que la gente acabó por evitarlas. Una loca humillación que duró demasiado. Lo más alucinante es que, cuando ya nadie las creía, consiguieran convencer a Dilawar Hussain para que les prestase 50.000 euros (por los que pagarían 100.000) a cuenta de una herencia que los supuestos novios iban a recibir. Sobre todo me duele imaginar el año final: a principios de 2023, Dilawar pasó a la acción. Un día abofeteó a Amelia, poco después le dio tres martillazos en la cabeza. Lo metieron en la cárcel, pero salió en unos meses. Intuyo la angustia, el miedo de esas hermanas, su soledad de apestadas. Las ridículas del pueblo. Dos mujeres cultas, con carrera. Amelia anticuaria, Ángeles profesora. No eran tontas, sino frágiles. Dos personas ávidas del amor pasional, que es una de las drogas más potentes que hay en el mundo. Y cuando caes en ella, en esa adicción, todos los caminos te llevan al infierno, de la misma manera que el adicto al juego continúa jugando más y más cuanto más pierde. Ellas tenían que seguir creyendo y seguir pagando, para poder mantener el espejismo. Todos llevamos dentro nuestra propia posible perdición.

Vi en Antena 3 el primer mensaje de Facebook que mandó el estafador a las hermanas. El típico blablablá de qué guapa eres y me gustaría tenerte como amiga. Desde hace un par de años bloqueo una treintena de mensajes así al mes en mi Facebook, no dirigidos a mí, sino a las personas que me escriben. Siempre han existido las estafas amorosas; hay un programa de televisión estadounidense, Catfish, que he visto algunas veces y que desconsuela por la candidez suicida, por el empeño en dejarse engañar que muestra la gente, tanto hombres como mujeres. Pero se diría que, en los últimos años, este tipo de trampas han aumentado. Han corrido como la pólvora entre los malos porque son rentables, porque funcionan. Y es que el amor pasional, en realidad, siempre tiene algo de estafa autoinducida, es decir, de mentira, de espejismo. Siempre cerramos los ojos y nos inventamos al amado. Los apasionados amamos el amor, como decía san Agustín: es decir, amamos la sensación de intensidad que produce. El subidón de la droga. También lo decía el pobre Nietzsche, que sufrió toda su vida un batacazo sentimental tras otro: “Llegamos a amar nuestro deseo y no el objeto de este”. ¿Quién no ha aullado como un lobo bajo la luna el dolor de un desamor, para luego, 10 años después, no entender qué pudiste haber visto en esa persona? Sí, hay casos extremos; gente que cree que les está escribiendo Brad Pitt (¡y pidiéndoles dinero!), pero, insisto, antes de llegar a ese momento de enajenación seguro que ha habido mucho dolor, mucha destrucción emocional, mucha necesidad de la droga amorosa. No somos idiotas: somos niños ciegos estrellándonos una y otra vez contra los muros.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_
Tu comentario se publicará con nombre y apellido
Normas

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_