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Maneras de vivir
Columna
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La familia

Estos días no hay más remedio que enfrentarse a ella. A la familia o a su idea. A su presencia o a su ausencia

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Miguel Ángel Molina (EFE)
Rosa Montero

El estupendo abogado penalista Jaime Sanz de Bremond me comentó hace poco que la Navidad es la fecha con más casos de violencia, no sólo de género sino también intrafamiliar. Por lo visto, en Año Viejo hay más violaciones y abusos sexuales, pero es en Nochebuena cuando la parentela revienta y los cuñaos se intentan meter el uno al otro la barra de turrón duro por el gaznate. La noticia no me sorprendió demasiado; se me ocurrió hacer una búsqueda en internet sobre el tema, y entonces se me quitaron las ganas de seguir haciendo chistes con el turrón. Porque hay decenas de entradas de todo el mundo que coinciden en lo mismo: en el aumento de las agresiones en Navidades. Por ejemplo, en Estados Unidos la violencia doméstica (que allí engloba a la de género) sube en estos días un 20%; en Australia, un 26%, y en el Reino Unido las llamadas a la línea de ayuda contra este tipo de delitos crecieron un 66% en diciembre de 2022 (fuente, El Diario NY). Parece ser un patrón fijo en todos los países que celebran la Navidad.

Una epidemia de furia y de dolor por debajo del alegre tintineo de los cascabeles festivos.

Por supuesto que el alcohol tiene muchísimo que ver con semejante paroxismo. En España, ya se sabe, diciembre es un mes especialmente etílico, comida tras comida y cena tras cena, toda una temporada de resacas. Y a muchos el trago les saca de dentro el grem­lin malo. No sólo en Navidades, sino siempre. De hecho, es un claro desencadenante en la violencia de género: la probabilidad de una agresión física es hasta once veces mayor cuando el agresor ha tomado alcohol (dato difundido en las Jornadas Nacionales de Socidrogalcohol, Málaga 2019). Tomarse una copita de más puede tener muy poca gracia.

Pero creo que en el exceso de violencia en Nochebuena y Navidad influye otro ingrediente, una suerte de droga altamente pasional, a veces euforizante y en otras ocasiones deprimente. Me refiero a la familia, la maldita y bendita familia, ese invento a medias cultural y a medias animal que puede destrozarnos y salvarnos la vida. Depende del momento y de la suerte.

Siempre me quejé, en mi adolescencia, de la familia latina, tan abigarrada y exigente, apretada e interdependiente. Envidiaba el modelo anglosajón, esos chavales que se marchaban de casa a los 17 años tan pimpantes, mientras que, para mí, irme de casa a los 21 años y no para casarme (que era lo único autorizado culturalmente por entonces) sino para vivir sola, fue una batalla emocional que nos costó a todos amargas lágrimas. Pero cuando, tiempo después, fui a dar clase a un par de universidades norteamericanas, descubrí la tremenda soledad de algunos de mis alumnos, a quienes, aun viviendo en el hogar familiar, por ejemplo, nadie esperaba para comer, sino que tenían que hacerse y tomarse un bocadillo a solas aunque sus padres estuvieran en casa. Y aprendí a valorar el pegajoso vínculo familiar nuestro, esas madres, padres y hermanos que te cobijaban pero también contra los que luchabas y te enfadabas, contra los que crecías y te definías, mientras que la pavorosa ausencia de límites de algunos adolescentes anglosajones me pareció que podría llegar a bordear la psicosis.

No es fácil, la familia. Algunas son atroces (atrévete a leer, por ejemplo, el magnífico libro Vengo de ese miedo, de Miguel Ángel Oeste) pero incluso las mejores están pespunteadas de malentendidos y ansiedades. Aunque también de generosidad y de un amor tan esencial y agudo que a veces hasta duele. Y resulta que Nochebuena y Navidad son la apoteosis de ese enorme lío sentimental. De la familia que tenemos y de la que no tenemos. De la que deseamos y de la que huimos. Incluso si eres de esos que dicen pasar por completo de la parentela y que se van en estas fechas a un país árabe para no celebrar las fiestas, aun así me parece que no te salvas. Es más, yo diría que el esfuerzo que haces por alejarte muestra la magnitud de la sombra que planea sobre ti. Y es que estos días no hay más remedio que enfrentarse a ella. A la familia o a su idea. A su presencia o a su ausencia. Y al dolor, la gratitud o la rabia que todo eso suscita. En fin, para los que han pasado una Navidad intensa, amada y feliz, mi enhorabuena, eso carga las pilas para el año que entra. Y para los que tuvieron una Nochebuena de huecos y de sombras, un abrazo tranquilizador: ¡no pasa nada! Este próximo año será mejor.

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