Sal de aquí
Hay un mueble que es el corazón de mi hogar, un espacio casi tan íntimo como la cama, y es la gran mesa de la cocina
Nunca me ha gustado cocinar. Creo que fue una manía defensiva que adquirí en la infancia, tras recoger el testigo que mi madre me pasó. Mi madre era una artista innata; sus dos hermanos fueron pintores profesionales, pero ella, que dibujada maravillosamente tanto de niña como de adolescente, no pudo seguir con su afición. Ni su época ni su clase social le permitieron ser otra cosa que ama de casa. Y, sin embargo, su cabeza bullía de talento, y no sólo para la pintura; era una formidable narradora oral, le encantaba bailar, poseía una vis cómica increíble. También hubiera podido ser actriz. Embelesada como aún estoy por ella, pienso que podría haber sido cualquier cosa. Toda esa creatividad, esa brillantez y ese ingenio aleteaban en su interior como un bello pájaro enjaulado. Amalia Gayo, se llamaba. Permíteme que cite su nombre.
Y el caso es que mi madre detestaba las labores domésticas. Las llevaba a cabo sin protestar, pero se le notaba el fastidio. Eso sí, como era vitalista y animada, intentaba echarle entusiasmo a la cosa y, por ejemplo, cocinaba muy bien. Pero nunca me enseñó a cocinar con ella. Algunas amigas tienen bonitos recuerdos infantiles de ratos compartidos con sus madres junto a los fogones, y de cómo se sentían muy unidas a ellas cuando las dejaban ayudar a preparar una tarta o un guiso. Yo no he vivido eso, antes al contrario. La memoria que asocio con la cocina es un mandato subliminal de rechazo y huida, un poderoso susurro materno que decía: Sal de aquí.
Salí tanto que soy una de esas personas para las que la comida no es uno de los placeres esenciales de la vida. La gula no me condenará a infierno. Como sobre todo para alimentarme y, si estoy sola, me salto las horas y soluciono la cuestión con cualquier cosa. Aunque debo reconocer que en el confinamiento no tuve más remedio que superar mi fobia y aprender a hacerme algunos platos, a raíz de lo cual empecé a mirar con curiosidad los diversos programas de cocina que están tan de moda. Es interesante pararse a pensar en la compleja relación que el ser humano ha ido estableciendo con la comida a lo largo del tiempo. Que es, en realidad, una historia de nuestra relación con el hambre. Poder alimentarse lo suficiente cada día ha sido una proeza dificilísima para la inmensa mayoría de nuestros antepasados. Y el hambre es una urgencia aterradora, un grito desesperado del organismo, un recordatorio colosal de las debilidades y necesidades de nuestro pobre cuerpo. Creo que esa larga memoria hambrienta está escrita de algún modo en nuestros genes.
A veces se me ocurre que todo este entusiasmo gastronómico, los siglos que llevamos de progresivo refinamiento en las recetas y la explosión de popularidad de los cocinillas que vivimos ahora es una manera de ocultarnos el recuerdo ancestral del hambre y la fragilidad de nuestra condición. Quiero decir que estamos empeñados en convertir la cocina en un arte exquisito para olvidar que somos unas criaturas débiles y efímeras que nacemos, comemos si podemos, defecamos, envejecemos y morimos, igual que los otros animales. Aunque no me parece mal esta utilización. De hecho, todo el arte es eso: un intento de convertir la oscuridad en belleza.
A veces envidio a las personas que aman cocinar, porque me encanta su entusiasmo y su gozo. Las envidio, pero poco, porque yo también soy de naturaleza disfrutona y tengo otras aficiones con las que deleitarme. Además, comparto con los gastrónomos uno de los máximos placeres que puede haber en este mundo: el encuentro social en torno a una comida. Hay un mueble en mi casa que es el corazón de mi hogar, un espacio casi tan íntimo como la cama, y es la gran mesa de la cocina en torno a la que nos hemos reunido tantas veces gentes muy queridas, entre ellas algunas, como mi madre, que ya no volverán, pero que han dejado la huella de su aliento. En mi memoria esas cenas, siempre son cenas, están impregnadas de una tibia luz dorada y de un raro sentimiento de gratitud, el mismo que debían de experimentar los cavernícolas que, tras una jornada dura y peligrosa, lograban obtener algo de comida, y que luego la devoraban dentro de la cueva, a la luz del fuego, disfrutando de la pequeña plenitud de saberse juntos, protegidos y felizmente vivos una noche más. Eso también debe de estar en la memoria genética.
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