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maneras de vivir
Columna
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Quiero saberlo

Hay una frase que he leído y escuchado y que, por desgracia, a veces me he dicho: “Yo entonces era feliz y no lo sabía”

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Ferdinando Scianna (Magnum Photo (Ferdinando Scianna / Magnum Phot)
Rosa Montero

Hace unas tres semanas le dediqué una columna a esa droga brutal que es el fentanilo, y un lector muy amable, Agustín Hernández, la comentó en mi Facebook diciendo que, aunque suelo poner en mis textos algunas notas de esperanza, le encantaría que escribiera un artículo que estuviera lleno de ilusión “desde el principio hasta el final”. Al domingo siguiente, tras una columna en la que hablé (cómo no) de Gaza, otra lectora habitual, Doña Bamba, que posee un especial y desternillante sentido del humor y suele aderezar jocosamente mis escritos, precisó: “O me estoy agriando o últimamente escoges asuntos a los que no puedo rasparles yo una chispa de gracia para aliviarlos”. Parece que los lectores, en fin, me piden una tregua. Yo también se la pido al mundo y a la vida. Son interesantes las observaciones que la gente hace sobre tu trabajo. Hace muchos años, quizá 20, me escribió otro lector una afectuosa carta en la que decía que mis artículos no estaban mal y tal y cual, pero que si no me había dado cuenta de que llevaba demasiadas semanas hablando solo de libros. Me impactó, porque revisé lo que había publicado y, en efecto, casi todas las columnas de los últimos meses partían de un libro, es decir, eran reflexiones que alguna lectura había desatado. No sé qué me estaba sucediendo en la vida por entonces pero no debía de ser muy bueno, dado que me había refugiado de forma tan excesiva en el puerto protector de la literatura. Tampoco recuerdo el nombre de aquel lector clarividente, pero aún agradezco su consejo, que por supuesto seguí: abandoné la burbuja de las lecturas y regresé a la vida turbulenta.

En aquel entonces la responsabilidad de esa monotonía temática era solo mía, como es obvio. Pero me temo que, en el caso actual, la abundancia de nubarrones y el ánimo encogido es algo bastante general. Así estamos muchos, casi todos, con una bola de inquietud atravesada en la garganta, ansiosos de un respiro ante tanta inclemencia. Esta mañana, mientras paseaba a mi perra, me he encontrado con una vecina. Es una mujer bastante mayor que yo, extranjera, hermosa y aún atlética. “Los artículos tuyos que más me gustan son los que tratan de cosas pequeñas”, me ha comentado. Yo estaba pensando en este texto que ahora escribo y me ha parecido una curiosa coincidencia. Cierto: es en las cosas pequeñas donde está la vida. En lo diminuto anida lo real. En alguno de mis libros dije: “La felicidad es minimalista. Es sencilla y desnuda. Es una casi nada que lo es todo”. Pido perdón por citarme a mí misma, pero creo que la vorágine de los grandes traumas sociales que estamos viviendo, la pandemia, las guerras, los sectarismos y extremismos, el calentamiento global, las catástrofes climáticas y la violencia creciente, nos impiden apreciar el modesto tejido de lo verdadero, esa casi nada tan inmensa. Disfrutar de la lluvia mansa que cae al otro lado de los cristales, mientras yo estoy caliente y protegida; del tibio y querido olor de mi perra cuando la apretujo entre mis brazos; de los amados y los amigos con quienes rio y lloro; de mi cuerpo respondiendo al ejercicio físico; de mi piel erizándose al escuchar música; del bien y la belleza. Y, sobre todo, de la maravilla que supone ser plenamente consciente de estar viva. Porque la vida se regocija en vivir.

Hay una frase muy conocida que he leído en libros y entrevistas, que he escuchado decir delante de mí y que, por desgracia, a veces me he dicho: “Yo entonces era feliz y no lo sabía”. Es una lucidez retrospectiva que se origina cuando sufres la mordedura de una pérdida grave. Siempre que me topo con la frase me asombro de lo ciegos que estamos, de lo embrutecidos, de lo poco que nos conocemos y nos sentimos. Vivo con una extraña que soy yo. Mejor dicho: corro por mis días de la mano de una extraña que soy yo, con la lengua fuera, sin reflexión ni aliento. Se me ocurre que podría ser bueno hacer un ejercicio mental: ponerme a imaginar que alguna catástrofe me arranca bruscamente de mi realidad. Una enfermedad, propia o de un ser querido; una muerte; una ruina; un exilio. Y entonces intentar apreciar, desde esa inventada orilla de oscuridad, toda la luz que hay en mi presente. Porque yo ahora soy feliz (al menos a ratos y por varias razones) y quiero saberlo.

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