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Alberto Iglesias: “Un compositor en el cine es una máquina de ideas desordenadas”

A sus 68 años, este compositor de éxito internacional, uno de los grandes en música para el cine, con 11 premios Goya y cuatro candidaturas al Oscar, se embarca en su primera ópera

Alberto Iglesias
Alberto Iglesias, en su casa en Madrid.Ángela Suárez
Jesús Ruiz Mantilla

La familia Iglesias es un caso para estudiar en San Sebastián. De cuatro hermanos, todos han salido artistas. Dos escritores, Eduardo y Lourdes; una escultora de referencia, Cristina, y un músico, Alberto, con un carrerón internacional a sus 67 años. Al principio trataron de disuadirle, pero se empeñó y acabó cuajando una trayectoria, sobre todo dentro del cine, que supuso un antes y un después para los españoles en el ámbito internacional. Iglesias ha logrado 11 premios Goya y ha sido candidato cuatro veces a los Oscar de Hollywood. Ha compuesto 14 bandas sonoras para Pedro Almodóvar, con las que se han escuchado sus partituras por todo el mundo. Pero nada de eso le ha hecho romper su dedicación casi monástica a la música. Junto al cine, Iglesias compone su propia obra, dotada de una rica delicadeza, una contundente solidez y una voluntad de contagio directa, sin perder la complejidad. Mientras prepara su primera ópera, ha compuesto también una cantata titulada Phantom Songs, que le ha editado el sello Quartet. Para ello ha contado con colaboraciones de lujo, como las del contratenor Carlos Mena y el pianista Juan Pérez Floristán. Ambos le han acompañado en esta pieza que dota de música a poemas de John Ashbery, Wallace Stevens, Pier Paolo Pasolini, René Char o Samuel Beckett. Un viaje sonoro, trascendente y rico en matices donde el poder de la palabra se vigoriza con las notas de aquel chaval que admiraba al pianista Alfred Brendel cuando lo escuchaba de adolescente tocar con sus dedos cubiertos de esparadrapo en la Quincena Musical de San Sebastián. Mientras desempolvaba a su vez un viejo piano en casa, Iglesias no cejó en su sueño de convertirse en compositor. Hoy es todo un maestro de referencia.

De cuatro hermanos que son en la familia Iglesias, pleno, cuatro artistas: ¿cómo se dio ese glorioso desastre?

Éramos cinco. Pero nuestro hermano menor murió a los 28 años. ¿Que cómo se dio? Pues no lo sé…

Sus padres sin duda tuvieron que ver en eso.

Mi padre no era artista, sino empresario, pero sí tenía un espíritu curioso, muy libre e inquieto intelectualmente. Yo creo que se sorprendieron de ese brote. A mí, con la música, al principio me intentaron apaciguar. Pero luego lo comprendieron y me alentaron.

¿En qué sentido lo intentaron apaciguar?

A los 17 me dijeron que no me dedicara exclusivamente a la música y que encontrara una carrera más formal, con más salidas. Lo veían como una cosa muy difícil, que lo es. Me fui a Bilbao a empezar Medicina, pero al año y medio, decidí que no. Luego me dieron un buen consejo: estudia Filosofía. Y tenían razón.

¿Porque realmente es una carrera con muchas salidas, aunque la mayoría no lo crea?

Pues sí. Ahora el conocimiento es muy valorado, con la base que te da, puedes anticiparte a lo que viene. No la terminé, pero me marcó mucho. Para empezar, en la necesidad y el hábito de la lectura. Me hizo amar los libros que me cuesta entender, apreciar la dificultad de leer.

No deberíamos tener miedo a no entender, sino voluntad e incluso motivación extra para lograrlo.

Con eso entramos en el terreno en que se encuentra la música. ¿Debemos entenderla? La sugestión que nos conduce a esa necesidad de comprenderla es un hecho, te lleva hacia adelante. Pero, también, hallarte en un lugar con otro lenguaje, donde es difícil ese trasvase, produce una sensación placentera. Vivir en la no comprensión de muchas cosas forma parte de nuestro espíritu.

Es lo que llaman misterio.

Sí, exactamente.

Y si eso lo trasladamos además a la poesía, como ha hecho usted, aunando ambas, ¿multiplicamos ese efecto?

La poesía y la filosofía poseen esa deriva hacia lo inaccesible, pero luminoso. Los poetas dominan el lenguaje y ven más allá. Me he dejado llevar para Phantom Songs por esos poetas oscuros, complejos, más impenetrables o difíciles en una primera lectura y que se pueden entender de varias maneras. La música cuadra perfectamente en esa diversidad de significados. Pasolini, Beckett, René Char, John Ashbery, Wallace Stevens… Son poetas de los sentimientos, de la sensibilidad y, además, buscan el viaje de la mente. Así como las novelas se pueden llevar al cine, los poemas se pueden trasladar a la música.

Alberto Iglesias, en el estudio que tiene instalado en su casa de Madrid.
Alberto Iglesias, en el estudio que tiene instalado en su casa de Madrid.Ángela Suárez

¿Cómo se las arregla para que aparezca ese otro significado en la música?

Existe una evocación del significado en la música que yo estoy acostumbrado a manejar. En esta obra, la música intenta evocar el significado de los poemas. No literalmente, claro. En el cine, tratamos de sugerir con la música lo que vemos. En eso hay grados y maneras. Y ahí entra el estilo de cada compositor.

Existe también la música compuesta para ser vista antes del impresionismo. En el Barroco, por ejemplo, con Las cuatro estaciones, de Vivaldi, o en el Romanticismo con la Pastoral, sexta sinfonía de Beethoven.

También. O con la palabra en Monteverdi, que trata de completar el lenguaje hablado con el canto, para que esta explote y brille en tu cabeza.

Si nos colocamos en la mentalidad de un hombre barroco podemos entender cómo se ayuda al público a ver imágenes con la música. Con Wagner, eso se empieza a romper, regresa en el impresionismo o con Mahler.

En cada autor, difiere. En el periodo contemporáneo, a partir de principios del siglo XX, la complejidad se puede comer cualquier significado extramusical.

¿Se rompen ahí esos códigos a partir de principios del siglo XX, con las vanguardias, y nos conducen al barranco?

Sí, cuando se proponen lenguajes complejos parece que no hay sitio para esa utopía que trata de ver a través de la música, por ejemplo… Yo me acerco con Phantom Songs a ese intento.

Una de las maneras en las que se reconduce esa ruptura en el siglo XX es con el cine, también.

Claro, así lo veo. Muchos musicólogos han denigrado ese regreso de la música a la conexión con el significado. Pero el cine lo ha desarrollado de manera enorme y ha conseguido algo impredecible. Lo que más me impresiona de eso, lo que más me reta, es el primer plano. Cuando la música albergó el primer plano, lo acompañó, hizo que el pensamiento tuviera que hablar. Junto a los paisajes y su síntesis, acercarse tanto a la cabeza, la cara y las palabras de las personas proporciona a la música una dimensión de nuevo lenguaje.

¿Le da miedo eso?

El peligro radica, ahí, en repetir esquemas.

Eso nos lleva también a los leitmotivs wagnerianos, que el cine toma de manera asombrosamente práctica para definir personajes.

Sí, pero con el riesgo de que se suela usar un catálogo de momentos musicales archirrepetidos y convertirlos en algo banal. Pero es algo que también anda en nuestra vida y nos tiene rodeados. La utilización de la música en los bares, por ejemplo, la ha banalizado y le ha hecho perder categoría, su elemento insólito.

Lo que dice del primer plano, claro, contrasta con la percepción de los personajes que hay en la ópera, donde el público los contempla en la lejanía. El primer plano cinematográfico, ¿se convierte en un arma musical tan sugestiva como peligrosa?

A mí me parece fascinante, pero me asusta mucho. Debes lograr que hablen sin palabras. Es dotar su silencio de pensamiento, sentimiento, una proyección al futuro, una evocación, también.

Y en ese trance, ¿guía al espectador o trata de confundirle?

Hay que tener mucho cuidado en subrayar lo evidente. La música, ahí, es un arma letal por lo que dije antes, para evitar el peligro de resultar banal. Cada vez debe resultar diferente. Buscar un equilibrio. Unas veces, adelantarse; otras, no decir más de lo que estás contando. La música puede ofrecer mucha sutileza. Por la evidencia melódica o la repetición, que es detectada inmediatamente por el espectador, aunque no la sepa cantar. Eso define a los personajes y lo debes manejar con cuidado.

Aparte de Wagner, ¿tiene excesiva culpa de las repeticiones y del uso de los leitmotivs en el cine contemporáneo alguien como John Williams?

Bueno, él lo hace muy bien, con una delicadeza y una contundencia brillantes.

John Williams habrá supuesto un antes y un después para la generación que llega detrás, la suya. Pero también usted es heredero de un legado en España y Europa de otros nombres entre los que destacan figuras de la vanguardia, desde Luis de Pablo a Bernaola. ¿Cómo le afecta?

Me han inspirado mucho. Luis de Pablo me resulta fundamental. Lo que hizo en el cine, por su sencillez, me parece fundamental, como La caza, de Carlos Saura, o El espíritu de la colmena, de Víctor Erice. También me siento ligado a la música francesa e italiana: a Nino Rota, a Morricone. Me han influido mucho. Pero yo tiraba más hacia la abstracción, que compartía con lo melódico.

Entre lo europeo y lo hollywoodiense, ¿Morricone y Williams suponen esos dos polos de atracción que en la ópera del XIX fueron Verdi y Wagner?

Sí, me parece acertada esa comparación. Yo soy más de Verdi, aunque Wagner nos haya marcado. Aun así, Williams absorbe la música europea y rusa, las huellas de Prokófiev y Shostakóvich. Pero también la de los compositores judíos que emigraron a Hollywood, como ­Korngold, y exportaron ese talento centroeuropeo a una industria naciente.

Alberto Iglesias, retratado en su casa en Madrid.
Alberto Iglesias, retratado en su casa en Madrid. Ángela Suárez

Es decir, que todo viene, en ese aspecto, de Europa.

Pues sí, pero en Estados Unidos lo han transformado, descubierto sublenguajes y complementos que lo convierten en algo único. De todas formas, también los modos de trabajar son distintos. Allí son más industriales y ahora muy tecnologizados en la repetición de patrones. Hay hasta programas de cocina con música épica de este tipo… Algo así como una comida rápida musical terrible.

Aunque le produzca cierta impresión lo que le digo, me parece así: usted, como compositor de bandas sonoras en España, lo que ha hecho es traspasar la frontera y convertirse en un cotizado autor internacional. ¿Es consciente?

Para muchos compositores de esa generación anterior a la mía, el cine era algo alimenticio. Para mí representa un lenguaje fundamental, que plantea preguntas musicales que no resultan tan fáciles. En la generación anterior, tenían un agujero negro.

¿Cuál?

La tonalidad. No podían adoptarla, lo consideraban un paso atrás. Sinónimo de antiguo. Si ejercías la tonalidad, si te metías en el agujero negro, eras una porquería, lo peor. A mí, en cambio, me parece extraordinaria. Y los márgenes de la tonalidad, también. Aquellas corrientes fueron importantes porque produjeron espíritus libres. Y ahora, su música, además, que producía rechazo, se toca mucho mejor.

Te vigilaban y eras señalado por ello.

No sé si tanto. Surgió un canon que fue ocupando las instituciones. Tonalidad no significaba progreso. Pero ya hemos vuelto a un cauce que engloba un río múltiple y variado. Pueden convivir muchas tendencias. Ahora yo me he permitido regresar a la tonalidad, creer en la melodía e incluso mantener un pie —o los dos— en la música popular, en el folclore, en el flamenco, en la música africana, como algo tan verdadero y equiparable a la complejidad a la que otros aluden. Eso me permite encontrarme en un lugar riquísimo que me está llevando hacia la ópera.

¿Me está contando que anda a vueltas con una?

Sí. La primera que abordo, pero no sé si llamarla ópera.

Llamémosla así antes de que a alguien se le ocurra otra cosa.

Vale. Y lo quiero hacer en castellano. Es un viaje de iniciación, una coreógrafa que se traslada en el año 1998 por un territorio inexplorado, por un lugar de fantasía. Tiene resonancias clásicas, incluyo ballets, como en la ópera barroca. Por ahí… Puntos suspensivos… Quiero hacerlo con mi hermana Cristina, siento una conexión muy cercana con su mundo e imaginación.

¿Se siente muy unido a sus hermanos?

Sí, mucho, a los tres. Comparto sus vidas, su creación, su escritura, su arte. Para mí es muy importante.

¿La familia, la raíz?

Sí, me gusta cuidar mucho eso. Que cuando compartimos cosas, el espacio se convierta en un lugar de alta intensidad.

¿Y de seguridad también?

También, lo necesito, como la naturaleza.

Vasco hasta la médula…

Sí, la verdad. Tengo además hijos pequeños, de 11 y 6, aparte del mayor, que tiene 35. Por tanto, no puedo dejar de ser optimista respecto al futuro. No les puedo trasladar el apocalipsis. Que el apocalipsis no desvirtúe la curiosidad y el ansia de conocimiento.

Es decir, que si alguien le viene con la propuesta de componer una banda sonora para una distopía, ¿le dice que no?

Las que asustan, no. Meter miedo me parece simple. No me interesa. Aunque también creo que es bueno y sano repetir, que de ahí puede surgir algo original.

¿Hasta qué punto sigue usted las indicaciones de un director? ¿Habla mucho con ellos? ¿Se deja mandar?

Hablo mucho con ellos, sí, pero no se espera de mí la obediencia, porque eso sería lo fácil. Almodóvar, con quien más he trabajado, 14 películas ya, siempre me habla mucho y yo, que soy esponja, me dejo llevar. Suelo ser de los primeros en ver la película terminada, pero siempre me dice: sorpréndeme. Me gusta encontrar cosas azarosas, que se te aparezca la Virgen, de alguna manera. Dejarme llevar. Un compositor en el cine es una máquina de ideas desordenadas, trato de que el impulso inconsciente ande presente. Me gusta la escritura automática para después construir. Así me ha ido muy bien. Con Almodóvar o con Julio Medem, que se fiaba mucho de mi inconsciente. También con Iciar Bollain o Tomas Alfredson, de aquellos que se fían de lo que vaya a hacer.

¿De su sobriedad, también?

Soy sobrio, pero con pasotes. Me gusta disparatar a veces.

No puedo dejar de fijarme en ese piano suyo, precioso, imagino que tendrá un significado grande para usted.

Es especial, sí, data de 1922, un Steinway con un toque muy bonito, muy luminoso, parecido al que solía tocar Glenn Gould. Lo compraron mis padres a un amigo que lo tenía casi abandonado. A la vez, él se lo había comprado a unas señoras en San Sebastián. Lo restauré y me lo traje a Madrid.

O sea, ¿tiene que ver con su despertar musical absoluto?

Sí, me recuerda a mi madre. A ella le gustaba mucho que yo me convirtiera en músico.

¿Aunque tratara de disuadirle?

Más mi padre, en ese sentido. Ella no. Lo más importante para una madre es que su hijo disfrute de lo que hace.

¿Pudieron disfrutar de su éxito y sus cuatro candidaturas al Oscar?

Sí, esas cosas a mi madre le hacían sentirse muy orgullosa, recortaba los periódicos y lo hablaba en el mercado. A ella le gustaba mucho el deporte y eso de los premios le parecía muy importante.

¿Qué deporte le gustaba?

El fútbol, la Real Sociedad. Obviamente. Ella era su­perafi­cionada, mi padre nada. Sus dos hermanos habían jugado y ella te hacía unos análisis como Valdano. Le daba una alegría enorme todo eso. Para mi padre, la máxima alegría era vernos a todos juntos.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.
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