De los búnkeres del Carmel a una playa en Ibiza: ¿por qué nos fascinan las puestas de sol?
En Instagram existen más de 300 millones de imágenes de atardeceres. Entre hoteles con ocasos en la azotea como reclamo y miradores que cierran por culpa de las aglomeraciones, ¿cómo es posible que incluso con esto se pueda hacer negocio?
A las siete de la tarde de un domingo de finales de mayo, el aspecto de la terraza del Kumharas, clásico ibicenco en Sant Antoni que lleva 26 años abierto, es algo desolador. Apenas dos mesas ocupadas de la veintena que Miguel Costa (Ibiza, 51 años), su propietario y fundador, ubica estratégicamente orientadas hacia el mar sobre esta playa de rocas. Nos han dicho que este espacio es uno de los más de moda en la isla para observar el atardecer. Pero igual nos han mentido. Damos un paseo, algo abatidos, por Sant Antoni, entre los restos del negocio armado alrededor del turismo inglés de borrachera y desayuno con salchichas y los nuevos negocios que parecen querer convertir la zona en un homenaje a South Beach. Con este tipo de cambios se entienden datos como que, el año pasado, los 3,4 millones de turistas que, según el INE, llegaron a la isla significaron un incremento del 8,3% con respecto a 2019 (prepandemia), pero gastaron en Ibiza un 91,8% más.
Volvemos una hora más tarde. Hoy, el iphone da puesta de sol a las 21.04. Faltan unos 70 minutos todavía. “¿Qué? Alucinante, ¿no?”, nos recibe Costa. El local está lleno a rebosar, hay un DJ y los camareros se afanan en servir las comandas a toda velocidad. “Hay que tener mucha gente trabajando y una logística impecable para que esto funcione. Son unas dos horas alrededor de la puesta de sol en las que tenemos esto a reventar”, continúa el propietario. “He intentado abrir por la mañana, con clases de yoga, talleres para niños…, pero no me compensa. La gente quiere esto. Intento no ser muy caro, doy los mojitos a 10 euros, que para la isla es razonable, y me interesa que el público sea así, como lo ves, variado: currantes, isleños, guiris, familias. Me han ofrecido hacer preparties de discotecas, pero nunca he querido. Es la puesta de sol lo que le gusta a todo el mundo”, remata señalando el astro rey, que se precipita a toda velocidad sobre el Mediterráneo. Baja la música, se hace casi un silencio (algún amago de aplauso como en los aterrizajes de los vuelos comerciales) y la puesta de sol número 149 de 2023 concluye. Baja el telón, sube la música.
“Yo no bajé la música”, nos cuenta un par de días después Dj Grayswan, un inglés de 50 años cuyo nombre real es Grayson Shipley. Él estaba tras los platos cuando visitamos Kumharas. “Cuando pincho a la puesta de sol tengo en cuenta el horario y también el lugar. En el caso de Kumharas, la sesión fue un poco más hacia lo étnico y festivo que en otros lugares, porque la clientela es así”, apunta. Los atardeceres tienen su banda sonora, y desde que Café del Mar amortizara esta realidad con una serie de lanzamientos, casi siempre los sonidos han girado alrededor del deep house, un estilo de baile, pero poco, algo introspectivo y capaz de contentar tanto a los que empiezan la noche como a lo que acaban el día. “¿Sabes qué pasó?”, interrumpe Shipley, quien se ha quedado dando vueltas a que sintiéramos que había bajado el volumen para acompasarse con el ocaso. “Puse un tema vocal, y sus frecuencias son más altas y hacen que salten los limitadores de sonido. La isla está llena de ellos”. Menudo desengaño.
La glándula pineal es una estructura de pequeñas dimensiones ubicada en el diencéfalo. Su función es la de regular el ritmo cardiaco en el ciclo de sueño y vigilia. La glándula duerme durante el día, pero al atardecer, cuando disminuye la luz solar, se activa y empieza a producir melatonina, una hormona que hace disminuir los niveles de cortisol, la hormona del estrés. Así pues, el atardecer es el momento en el que el cuerpo experimenta el cambio de las funciones diurnas a las nocturnas y el alma se serena. “Es el paso del estrés y la actividad a la relajación y el descanso”, interviene la psicóloga clínica y directora del centro Hortaleza 73 (Madrid), Violeta Alcocer. “La puesta de sol es el escenario perfecto para acompañar estos cambios neuroquímicos con una serie de estímulos sensoriales adicionales que incrementan la sensación de relajación y bienestar. Un espectáculo natural que se acopla perfectamente al impacto del atardecer en nuestro cerebro y potencia su efecto”. Más allá de lo fisiológico, el atardecer también llega con una carga metafórica. Contiene una realidad científica, pero también aporta un valor humanístico nada desdeñable. “Es cambio, reemplazo, un final que a la vez es un comienzo. Ahí se dejan atrás las preocupaciones y obligaciones diurnas de un lado y se da paso a la noche, dándonos permiso para retirarnos, si así lo deseamos, o entregarnos al disfrute”, desarrolla Alcocer, quien también ve en los atardeceres una forma de recordarnos el funcionamiento del cosmos y cuál es nuestro lugar en él. Algo grande para advertirnos, día sí, día también, que somos algo muy pequeño. “Nos pone en perspectiva ante la magnitud de nuestros problemas, la importancia relativa de nuestra existencia o el devenir incesante de la vida”, explica la psicóloga.
Una distancia física de apenas 100 metros, pero un intervalo metafísico casi inabarcable separa Sunset Ashram y Chiringuito Cala Escondida en la ibicenca Cala Comte. El primero es un local perfectamente coreografiado, con un restaurante, tienda y tumbonas de alquiler orientadas a la magnífica puesta de sol que se puede observar desde este rincón de la isla. El segundo es un chiringuito al lado de lo que fue una playa nudista (hoy podríamos denominarla libre, pero no en la acepción ayusística del término) al que se accede bajando unas escaleras y con una docena de mesas de madera y taburetes. “Pero no somos competencia”, advierte Tess Harmsen (Ibiza, 35 años), quien un 15 de agosto de 2015 inauguró Cala Escondida, un espacio ya mítico que atrae aquel tipo de clientela que no necesita ser precisamente rica para resultar atractiva. “Ellos son un tiburón, llevan muchos años y tienen su público. Vienen hasta autobuses. Nosotros no tenemos ni reservas, el precio de la cerveza (4,50 euros) no lo he subido hasta hace poco porque me incrementaron a mí el costo. Tenemos un sitio en la barra para pedir comida y bebida para llevar, y que la gente pueda tomarlo en la playa o las rocas, porque las mesas se llenan muy rápido”. La puesta de sol que se observa desde un lugar y otro es la misma. La experiencia, notablemente distinta.
Pero para experiencia distinta con el ocaso la que vivieron durante el mes de abril los vecinos del barcelonés barrio del Carmel. Para ellos, la puesta de sol no aportaba precisamente paz y serenidad. En la cima del Turó de la Rovira, a 262 metros de altura, se ubican unas baterías antiaéreas obviamente en desuso que datan de la Guerra Civil. Se conocen como los búnkeres del Carmel, aunque no lo sean. Lo que sí hay desde ese sitio son unas vistas espectaculares en 360 grados sobre la ciudad de Barcelona y su área metropolitana. Desde aquí se ve la Sagrada familia y Ciutat Meridiana, y subir hasta este punto para ver el atardecer se volvió un destino turístico. El 7 de abril, la Guardia Urbana desalojó a 1.300 personas del mirador, colapsado. Poco después se decidió cerrar el acceso a las 19.30. Hoy puedes mirar, pero no puedes atardecer. Y lo primero es justo lo que hace la treintena de personas que a media tarde de un martes de finales de mayo se han juntado, encaramados a las baterías antiaéreas bebiendo cerveza, comiendo pipas, sorbiendo mate y escuchando la música que sale del móvil del compañero de batería antiaérea más joven. “Nosotros no hemos visto un duro con toda esa fiebre que hubo”, informa desde la puerta del bar Delicias, en la calle de Mühlberg, uno de los emplazamientos desde los que se afronta la última cuesta hasta llegar al mirador, Martín, encargado del local. “Ya los has visto, si solo llevan bolsas de estos supermercados”, insiste señalando una de aquellas tiendas de frutas y verduras que si no fuera por las cervezas que despachan ya no existirían.
En el otro extremo de la ciudad, en la montaña de Montjuïc, se encuentran unas piscinas municipales, las que albergaron la competición de saltos durante los Juegos Olímpicos de 1992. El arquitecto Antoni de Moragas tuvo la brillante idea de derribar una de las gradas, la que daba la espalda a la ciudad. Con ello, creó un mirador que propició algunas de las imágenes más icónicas de aquellos Juegos, como la célebre foto de Txema Fernández de la saltadora rusa Yelena Miroshina. Once años más tarde, el vídeo de Kylie Minogue para su tema Slow volvería a poner de moda este espacio. Ahora, esta tarea recae en Marc Ros (Barcelona, 61 años), quien lleva la concesión del bar del recinto, al que ha bautizado Salts (saltos). “La puesta de sol desde aquí es perfecta”, dice señalando la antena de Sant Pere Màrtir, sobre la que de aquí a un rato se pondrá el astro rey. La gente viene, se pide su cerveza y se sienta en las gradas a ver el atardecer. La facturación sube un 35% en estas horas.
Hay turistas, pero, sobre todo, hay mucha gente de la ciudad, que termina de trabajar, se sube a Montjuïc, que cada vez es más popular y está más integrada en nuestro día a día, se toma algo y luego se va a casa a cenar”, cuenta a escasos metros de allí una chica que ha venido sola, se ha pedido una cerveza y en un asiento de la grada está leyendo un libro. En este espacio se apuesta por la cotidianidad, por integrar la puesta de sol en las rutinas de ocio de una ciudad que en más de una ocasión ha sido acusada de solo crear rutinas de ocio para los turistas (según el INE, 9,7 millones de visitantes y 29,8 de pernoctaciones en 2022). “Entiendo que es importante Instagram, y a mi socio le interesa más que a mí, pero te digo que lo que hace Instagram es crear masa, no discrimina. Se te llena el local, pero pierde personalidad. Y esta puesta de sol tiene carácter”, dice señalando los rayos de sol que rebotan sobre el agua de las dos piscinas.
En 2010, la recóndita formación rocosa de Trolltunga, en Noruega, a la que se accede tras una caminata de cuatro horas, recibió 800 viajeros. En 2016, tras popularizarse las imágenes, sobre todo de su atardecer, en Instagram (la red social empezó a operar en 2010), fueron más de 80.000 las personas que lo visitaron. En Instagram, el hashtag sunset (puesta de sol) cuenta con más de 300 millones de entradas. Imágenes de atardeceres por todo el mundo que confirman la pulsión por retratarlos que nos entra cada vez que nos topamos con uno nuevo (en ubicación, por definición todos lo son) o sorprendente. “En redes sociales, la gente quiere compartir momentos sensacionales”, apunta Violeta Alcocer. “Una puesta de sol es evocadora para todo el mundo, es una imagen que significa muchas cosas, sin necesidad de añadir más, y eso la convierte en algo muy apetecible para los usuarios de redes”. Según una consulta realizada a 79.000 personas por la web de viajes MissTravel en 2021, el 48% de los usuarios de Instagram decide el destino de sus vacaciones según lo que ve en la red. Uno de cada tres confiesa que su uso de Instagram es, básicamente, para descubrir nuevos lugares. Por franja de edad, son los mileniales quienes más confían en esta red social para decidir dónde vivirán su próxima experiencia: un 78%, mientras que los de la generación X apenas suman un 6%.
El día no acompaña en el madrileño Templo de Debod, uno de los puntos más populares en la capital para ver el ocaso. De Madrid, el cielo y el agua. En sus jardines se mezclan personas haciendo yoga, y otras, levantamiento de lata de cerveza. En el mirador, apenas una docena se sacan fotos con la Casa de Campo, Somosaguas y, sobre todo, unas enormes nubes grises de fondo. Nada que ver con las grandes aglomeraciones que se suceden en verano o en aquellos días únicos de invierno. Sentados en un parterre, una cuadrilla de lateros procedentes de Bangladés descansa ante la falta de negocio. “Hoy hemos vendido tres”, señala uno de ellos enseñando el display con latas de Mahou y botellas de agua vacías con el que pasea por el parque. “En un día normal, 20… 20 euros”. Ese es el precio aproximado de un cóctel en Dani Brasserie, en la terraza del hotel Four Seasons, inaugurado en 2020 en Canalejas, Madrid, y que significa una de las últimas llegadas al universo de los rooftops, esos locales colocados en azoteas, casi siempre de hoteles, que pugnan por una clientela a base de ofrecer vistas únicas y experiencias exclusivas. Esta tarde en el Four Seasons, el cielo luce algo más despejado y la puesta de sol, con los imperiales edificios de la calle de Alcalá y Sevilla en primer plano, es un lujo.
“La clave son los cirros”, advierte el meteorólogo y divulgador de la Aemet Benito Fuentes. Ocho páginas tratando de entender la fascinación por las puestas de sol y, al final, resulta que todo viene de unas nubes finas compuestas por cristales de hielo. Si es que no somos nadie. “Al acercarse el sol al horizonte, sus rayos recorren más espacio de atmósfera. Esto provoca que los colores azules y violetas se dispersen, y nos queden los más rojos. Cuando el sol está arriba, prevalecen esos tonos azulados, por eso vemos el cielo azul. Entonces, en la puesta de sol, el reflejo de esos rayos sobre los cirros es lo que aporta espectacularidad”. Afirma Fuentes que la calidad estética de la puesta de sol por estación depende de la frecuencia de anticiclones, por lo que es probable que en otoño y primavera nos encontremos con los atardeceres más bellos. En cuanto a la belleza por localización, insiste en la democracia del atardecer: todos son bellos, somos nosotros los que los discriminamos. “Mira, vivo en Teruel, y un día vino mi madre y me dijo que la puesta de sol se veía mucho más bonita aquí. Yo no había reparado jamás en eso. El motivo puede ser que el color arcilla del suelo aquí provoque un contraste más bello”. Asegura el meteorólogo que el cambio climático aún no ha afectado la forma en que se nos presentan cada tarde las puestas de sol, aunque sí adivina que, si se hacen más comunes los episodios de calima y aumenta la presencia de estelas químicas en el cielo, es posible que lo que vemos pueda variar. ¿Y lo que sentimos? Fuentes hace una pausa. “No creo, seguirá siendo el mejor momento del día”.
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