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Columna
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La palabra concepción

El cristianismo era pura testosterona: un dios padre, un dios hijo, un espíritu santo que nunca se dijo en femenino | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Hubo un momento en que todo cambió. O, si acaso: hubo unos pocos, a lo largo de la larga historia, pero probablemente ninguno tuvo tantos efectos como ese. Fue —otro milagro de la mente— el descubrimiento de la concepción.

Durante millones de años aquellos casi hombres se maravillaron del poder de sus mujeres: era mágico que una hembra pudiera formar dentro de su cuerpo una criatura que, con el tiempo, se volvería otra hembra o, si no tenía suerte, un varoncito. Los hombres debían reconcomerse en sus rincones envidiando la fortuna de esas mujeres que sí sabían crear vida mientras que ellos solo podían destruirla. Por eso, dicen, adoraban diosas femeninas, diosas madre, la representación de ese poder. Y seguramente les habría gustado participar de algún modo de él, pero no había manera. De tanto en tanto, por supuesto, cuando les daba la calor, hembras y hombres se apareaban —primero en cuatro patas, como el resto de los animales; después, cuando se sintieron más protegidos, cara a cara, sin vigilar el entorno mientras tanto. Pero a nadie, por supuesto, se le había ocurrido la peregrina idea de que ese ejercicio —casi— placentero tuviera nada que ver con la procreación. Hasta que al fin lo descubrieron, y todo fue distinto.

La revelación fue extraordinaria: las mujeres no creaban por sí mismas; necesitaban la participación de un hombre, su simiente. Había madres y también había padres: esas pequeñas sociedades —esas bandas— empezaron a cambiar, los hombres se empoderaron y se apoderaron, postularon dioses que eran como ellos, se quedaron con tanto. Y todo porque entendieron que había algo que, eones después, se llamó concepción: esa síntesis de dos que crea uno nuevo.

El concepto de concepción inventó el poder del macho, reinventó el mundo: lo transformó en algo parecido a esto que vivimos, donde manda la fuerza, no la creación. La verdad hizo, en este caso, mucho daño. Y fue curioso que, milenios más tarde, un relato religioso muy exitoso volviera a debatir el tema de la concepción. El cristianismo era pura testosterona: un dios padre, un dios hijo, un espíritu santo que nunca se dijo en femenino. Pero de pronto se les ocurrió reproducir el cuento más antiguo: que las mujeres se preñaban sin hombres de por medio. Y empezaron a vender el nacimiento virginal de su mesías —que su madre no había conocido ningún hombre, que era virgen antes y virgen después y virgen siempre— y, para rematarla, se les ocurrió que la producción de esa misma madre tampoco había necesitado coito, y así lanzaron la Inmaculada Concepción, y así fue como esa palabra —la palabra concepción— se difundió por nuestras lenguas. Es raro que una palabra esté en nuestro vocabulario por no ser lo que es, por postular exactamente su contrario: la concepción inmaculada.

Así que ahora hablamos de concepción porque unos señores con poder decidieron volver a esa ilusión mágica de los primeros pueblos: que en la cumbre del poder religioso no la hubo —o, por lo menos, que no la hubo con cuerpos y humedades. El cristianismo ha hecho tanto por primitivizarnos, pero pocas de sus nociones lo han logrado tan bien como la de la concepción sin concepción.

Es curioso: en las lenguas actuales la palabra concepción también se emplea más por la negativa: su uso aparece más en su contrario, la anticoncepción. Y esa idea —que una mujer pueda o no decidir qué concibe con su cuerpo— divide al mundo como no lo dividen, ahora, tantos otros asuntos. La idea de que no pueda decidir se ha convertido en uno de los grandes estandartes de las iglesias y las derechas —con perdón de la redundancia—: la concepción aunque no quieras.

Así que la palabra concepción sigue siendo una palabra cristiana. Porque lo era los soldados de la cruz llamaron Concepción a muchas cosas: la segunda ciudad de Chile, tres o cuatro pueblos o ríos o montañas en cada excolonia española —incluida Andalucía— y tantas niñas de la lengua. Es el justo final del chiste malo: las que se llaman Concepción se dicen Concha o incluso Conchita, lo cual, en mi país de concepción y nacimiento, es el destino perfecto para una palabra que, al fin y al cabo, habla de ella.

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