_
_
_
_
_
Pamplinas
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La palabra suerte

Es creencia en su estado más crudo, pura magia: el ejemplo perfecto de una superstición triunfante | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Alguna vez alguien, uno sin tantas pesadillas, uno que viva en un mundo razonable, se pondrá a pensar qué cuernos era aquello de la suerte. Y, antes que nada, se confundirá: suerte es de las palabras más mezcladas. La suerte de una suerte de suerte de matar dependerá de la suerte del matador de marras. Suerte con eso.

La palabra suerte siempre es compleja, pero en España más porque, sin ánimo de cargar la suerte, se le agregan sus viejos sentidos taurinos. Y al mismo tiempo es una palabra casi única. La mayoría de las palabras europeas importantes comparten orígenes. Para decir suerte, en cambio, cada una es de su padre y de su madre: en inglés es luck, en francés chance, italiano fortuna, rumano noroc, alemán glück, griego (tuji), ruso (shestie) y nosotros usamos esa palabra que viene del latín sors, donde significaba el trozo de tierra que le tocaba cultivar a cada uno —cuando eso, sin duda, podía definir su suerte. Todos pensamos en la suerte; cada cual la pensó por su lado.

La suerte es un poder sin contrapoderes, una religión sin ateos —porque no termina de ser una religión. Es gracioso ver cómo las personas más aparentemente racionales le rendimos —algún tipo de— culto; cómo no hay nadie que nunca la haya deseado, maldecido, convocado. Hay pocas cosas que nos unan tanto con nuestros tíos abuelos los pitecántropos más o menos erectos.

Imagino —en esto uno no puede más que imaginar— que la suerte empezó antes que todo. En aquel mundo de amenazas, señoras y señores asustados sabían que sus vidas dependían de demasiados factores que no podían controlar y, poco a poco, se fueron inventando formas de —pretender— influir sobre ellos. Si alguien daba tres saltitos antes de cruzar el río, quizá no se ahogaría; si alguien se encontraba una piedra verde, podría beneficiarse a ese muchacho. La suerte era superstición en su estado más puro, sin justificaciones: por mecanismos que no puedo entender —que no intento entender—, si hago tal cosa, conseguiré tal otra.

Con el tiempo esos señores y señoras se sofisticaron, fueron armando unos relatos y convirtieron lo innominado, lo inexplicado en sistemas complejos: las religiones, las teologías que les dan vueltas y más vueltas. Esos cuentos arman una jerarquía: si quieres algo, debes pedírselo a un poder que te lo puede dar —y a cambio respetarás ese poder. Así se inventaron los dioses, sacerdotes, templos, toda una máquina de someter al mundo. En lugar de buscar aquella piedra, la chica que quería un galán iba a ver a un intermediario que le decía que se lo pidiera —en su capilla, donación mediante— a san Antonio, que, a su vez, intercedía ante el Señor para que le mandara uno que no fuera muy violento.

Pero, gracias a Dios, la suerte no murió: las religiones no pudieron terminar de matarla. Así que, todavía, cada día, millones le pedimos cosas a no sabemos quién, a no sabemos qué. Superstición sin justificaciones: yo quiero que Chiquinho falle ese penalti y para eso, por supuesto, me aprieto el huevo izquierdo —y si no lo hiciera, me sentiría un cobarde o un traidor. Pero no tengo una teoría sobre cómo el estruje testicular conseguiría producir el desvío de ese cuero inflado; es más, prefiero no pensarlo, porque, si lo pensara, entendería que es una estupidez.

Suerte es, en síntesis, la idea de que el desarrollo de cualquier proceso puede ser modificado por factores insondables o intentos inverosímiles: si esos desvíos favorecen al interesado, los llamamos buena suerte, y mala si no. Confiar en la suerte es la confesión de que has perdido el control: cuando algo se te va de las manos te pones en las suyas —pero al mismo tiempo creemos que podemos influirla por medios muy diversos. La suerte supone la creencia en un orden confuso, levemente ambiguo: un orden que creemos tan poderoso y, al mismo tiempo, modificable con actos muy menores. La contradicción no parece importar a nadie: la suerte es, por definición, algo que escapa a esas lógicas pobres. La suerte es creencia en su estado más crudo, pura magia: el ejemplo perfecto de una superstición triunfante.

La suerte es, decíamos, tantas tantas cosas, toda suerte de cosas. Y, por suerte, también es una forma de despedirse: suerte, mis queridos, y cuidado con los gatos negros

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_