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Maneras de vivir
Columna
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Islas de furor

Denigrar a los otros nos hace sentir por un instante más poderosos. Es un odio que envicia y que degrada poco a poco

Rosa Montero

Hace años, cuando los españoles estábamos en medio de nuestra agitada travesía hacia el enriquecimiento y se democratizaba a toda velocidad la corrupción, escribí un artículo diciendo que uno no se corrompía de la noche a la mañana; que no es que fueras un dechado de virtudes y de pronto se te acercara un día un señor para darte un maletín lleno de millones por firmar, por ejemplo, la recalificación de unos terrenos. Salvo raras excepciones, no creo que la tentación sea súbita y enorme. Al contrario; pienso que para lograr que un día te ofrezcan una millonada has tenido que trabajártelo antes muy bien; primero haciendo la vista gorda en manejos menudos, luego colaborando en tropelías medianas y así sucesivamente. Sí, convertirte en un mierda es algo gradual y vas haciendo méritos.

Pues bien, creo que esto mismo es aplicable a otro tipo de corrupción moral. Lo siento, pero voy a volver a mencionar el caso de Verónica Forqué, porque es una historia ejemplar que puede tener consecuencias sociales. Por supuesto que, como han dicho otros antes que yo, MasterChef no es el causante de su muerte; los suicidios son siempre multifactoriales, son el ojo de un huracán de circunstancias. Pero por supuesto que MasterChef la maltrató. Todos sabemos que en pantalla se monta y se expone la narrativa que el programa quiere; todos sabemos que Verónica daba una imagen excéntrica, por decirlo de una manera suave; todos sabemos que fue entregada a la audiencia para que la despellejaran. Y la audiencia lo hizo con júbilo y pasión.

Pero lo peor es que no es sólo Verónica; y no es sólo MasterChef. Este maltrato público se está convirtiendo en algo habitual, es una forma de funcionamiento, una manera colectiva de ser miserables. Y como se llega a ello poco a poco, igual que con la corrupción del maletín, a la gente le es más fácil evitar la culpa. Por ejemplo, puedo imaginar a los jueces de MasterChef comentando un día entre ellos, años atrás: “Jo, es que con fulano se han pasado un poco, pobre tío”, algo incómodos ante un pequeño maltrato a un concursante; pero a fin de cuentas era algo menor, y, además, ¿quién es el responsable último de tomar estas decisiones? Y por otra parte, ¿no es bueno dar algo de carnaza por las audiencias? No sé si ha habido una conversación semejante en el programa, pero son comportamientos habituales que nos han podido suceder a todos en otro contexto. Hablo de las progresivas renuncias al Pepito Grillo interior. De ir acorchando la sensibilidad que hace que aún te turben determinadas cosas. Porque lo peor es perseverar: hoy quizá escuezan un poco, pero mañana apenas picarán, y a la tercera vez ya no sentirás remordimientos. Y así se va construyendo un ambiente malsano en el que tener conciencia resulta hasta ridículo: si todo el mundo lo aprueba, no voy a ser yo quien diga nada.

Lo mismo sucede con las redes. No hace falta ser trol, es decir, un energúmeno oficial, para convertirte en un linchador en los comentarios a estos programas. ¡Pero si parece un juego universalmente admitido! ¿No se han puesto ahí los concursantes? Sí, se han puesto a concursar, no a que los insultes, pero se ve que hemos perdido la perspectiva. Además de la vista, porque, ¿cómo se puede ignorar que Verónica estaba padeciendo una grave crisis psicológica? Cuánto odio destilan las redes contra la gente más débil: es lo mismo que hacen los maltratadores en los colegios. El odio es un consuelo fácil ante el propio dolor. Denigrar a los otros nos hace sentir por un instante más poderosos. Es un odio que envicia y que degrada, también poco a poco. Cuantos más comentarios malvados escribamos en las redes, más callosos seremos, más incapaces de ponernos en el lugar del otro, de los otros. Así se va construyendo una sociedad asocial y enrabietada. Ciudadanos que son islas de furor.

El suicidio de Verónica ha estallado en mitad de este circo inclemente como una bengala que nos permite ver los monstruos que se agazapan en las sombras. Ella era toda verdad en un mundo que es todo mentira y por eso su gesto final ha removido los cimientos. Ha obligado a ver su sufrimiento a un montón de gente que se negaba a ello; ojalá les remuerda la conciencia, y no ya para que se sientan culpables, sino para que vuelvan simplemente a tener conciencia, maldita sea. Quiero creer, en fin, que la muerte de Forqué no va a ser en vano.

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